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Tigres con piel de oveja

Alejandro Gaviria, exministro de salud y actual rector de una de las universidades más prestigiosas del país, ha escrito sobre la pandemia. No es la primera vez que lo hace. Antes nos ha invitado a considerar el fallido modelo inglés de cultivar la inmunidad de rebaño (que casi le cuesta la vida al mismísimo primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson). Ahora, en su más reciente columna publicada en El Tiempo, se ocupa de la conveniencia o no de las cuarentenas prolongadas a la luz de lo que, en apariencia, podría ser un dilema ético. Y lo hace con una falsa pátina de compasión y mesura, muy habitual en sus intervenciones. No hay tal y veremos por qué.

Gaviria no quiere escribir sobre el futuro, como ya otros han hecho, sino proponer “una especie de reflexión moral” sobre tres dimensiones de la coyuntura: 1) los orígenes o explicaciones posibles sobre “todo esto”; 2) las soluciones o alternativas frente a ello; y, 3) los dilemas éticos que entrañan estas soluciones. Tales dilemas son, a su parecer, muy complejos, y bien podríamos evadirlos en un acto de cobardía política. Aunque no importa, al final tendremos que enfrentarlos.

Sobre el origen de “todo esto”, Gaviria nos dice lo que cree y lo que no: no cree que “esto” sea una venganza de la naturaleza, pero sí la consecuencia de ser una especie tan numerosa e interconectada. No cree que los seres humanos seamos, en sus palabras, una plaga; pero sí que el virus, también en sus palabras, es un invasor. No cree que la naturaleza elija ser vengativa, aunque sea cruel. La crueldad hace parte de la naturaleza misma, y el ser humano hace parte de esa Naturaleza (¿quizás debemos suponer, entonces, que no hay nada malo en la crueldad humana frente a la que, como creen los moralistas, la naturaleza se rebela?).

Gaviria cita a Houellebecq, que a su vez cita un párrafo de Schopenhauer, quien a su vez cita lo que cuenta el conocido naturalista Junghum sobre una escena dantesca que vio en Java: un campo cubierto de osamentas que creyó un campo de batalla.

En realidad, eran los esqueletos de grandes tortugas de cinco pies de largo y tres de alto y de ancho que, al salir del mar, toman ese camino para depositar sus huevos y son atacadas por perros salvajes que, uniendo sus fuerzas, las vuelcan, les arrancan el caparazón inferior y las conchas del vientre y las devoran vivas. Pero a menudo, en esos momentos, aparece un tigre y se abalanza sobre los perros. Esta desoladora escena se repite miles y miles de veces, año atrás año; para eso han nacido esas tortugas.

Para eso han nacido estas tortugas: para ser depredadas. Del mismo modo en que los perros han nacido para depredarlas con crueldad y ser depredados por los tigres. Esa cadena, que es la jerarquía de la crueldad, no es buena ni mala, justa o injusta. No lo es, porque, ya está visto, nada de esto es una fábula. La jerarquía de la crueldad, de repente tan evidente, desaparece cuando Gaviria se refiere a la especie humana.

Somos muchos y hemos ocupado buena parte del planeta; además, estamos interconectados de una manera casi increíble. Bastaría con examinar, por ejemplo, una prenda de vestir para darnos cuenta de que los materiales (las tintas, los hilos, los botones, la tela, etc.), involucran la cooperación de medio mundo. Esta cooperación ha tenido efectos positivos sobre nuestro bienestar material, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho más vulnerables. La pandemia es probablemente una consecuencia de todo esto: somos una especie tan numerosa e interconectada que íbamos a ser invadidos en algún momento.

Las relaciones de poder propias del sistema de producción capitalista (un sistema depredador de tigres, perros y tortugas) no se presentan bajo la mirada de la crueldad y la explotación, sino de la cooperación. Tal vez sea demasiado descarnado decir que quienes trabajan esclavizados en las maquilas han nacido para eso, y sea más digerible (menos ¿inhumano?) suponer que todos los seres humanos, que somos muchos, ocupamos por igual buena parte del planeta y cooperamos entre sí para disfrutar, también por igual, de los efectos positivos que esta cooperación ha tenido sobre nuestro bienestar material. Gaviria expone la sociedad como si se tratase de la pequeña fábrica de alfileres del ejemplo de Adam Smith. Asume que las tortugas de este sistema se someten a la explotación (cooperan) guiadas por el objetivo de producir más ropa (o alfileres) y no, como realmente ocurre, por la pulsión natural de la supervivencia. Parece que Gaviria, como esa otra especie llamada “tecnócrata”, no solo gusta de citar sin contexto las interpretaciones que otros hacen de los autores originales, en lugar de remitirse a la fuente primaria (como Houellebecq con Schopenhauer), sino que también prefiere convertir en norma sus forzadas lecturas. También asume que la mal llamada cooperación ha traído un único efecto negativo: el de hacernos más vulnerables. No se detiene, sin embargo, en esas condiciones de vulnerabilidad, en sus jerarquías. Gaviria evade la discusión ética que promete. Y lo hace, quizás, por la razón que él mismo advierte al inicio: cobardía política.

La vulnerabilidad es el precio que debemos pagar por la cooperación y la interconectividad. Una vulnerabilidad manifiesta en la pandemia ocasionada por un virus invasor. Como invasor, el virus irrumpe con fuerza para ocupar el lugar que no le pertenece. Lo hace del mismo modo en que las familias desplazadas ocupan las periferias de las ciudades, esas que llamamos “barrios de invasión” y que, por cierto, justo durante esta emergencia están siendo desalojadas, expulsadas como el más temido de los virus.

Gaviria nos propone una distinción “sutil, pero importante”:

Una cosa es el llamado a cuidar nuestro planeta, a la sostenibilidad, a la conservación, a nuestra responsabilidad ética de preservar la biodiversidad por razones que incluso trascienden nuestro bienestar; otra cosa muy distinta es darle una interpretación casi religiosa a la pandemia, decir que lo merecíamos, que la Naturaleza está asumiendo una posición de legítima defensa.

Como el virus es el invasor, y no nosotros, la naturaleza no tiene nada que reclamar ni defender (¡habrase visto, los pájaros tirándoles a las escopetas!). Su distinción me recuerda lo dicho recientemente por la alcaldesa de Bogotá sobre esos que habitan los barrios de invasión: “no entregaremos ayudas bajo presión o vías de hecho”. Una cosa es que pensemos en “los más humildes” por razones que incluso trascienden nuestro bienestar, otra muy distinta es asumir que pueden asumir una posición de legítima defensa (¡desagradecidos!).

Esto es lo que Gaviria cree y no sobre el origen de “todo esto” que, por supuesto, se refiere únicamente al virus y no a las condiciones estructurales que hacen que este nos paralice. También confía en que la ciencia logrará explicar con detalle el origen del virus, que no supone un peligro definitivo para la especie humana. Sobreviviremos como los tigres que somos en esta jerarquía de la crueldad.

Gaviria da paso, entonces, a su segunda y tercera promesa: hacer una reflexión moral sobre las soluciones o alternativas para hacer frente a esta coyuntura y sobre los dilemas éticos que estas entrañan. Para ello nos habla ambigüamente de dos tipos de sufrimiento, sin que detalle en qué consisten y cuál es o no evitable. Solo nos da pistas: dice que el debate global está enfocado en minimizar el sufrimiento evitable. ¿Por qué, si es evitable, solo se minimiza? Suponemos que se refiere al contagio masivo por coronavirus y a las muertes que ocasiona, aunque la descripción le quede a la pobreza: ese sufrimiento evitable que nadie quiere erradicar sino disminuir. Gaviria no cree que el virus invasor se vaya así como así, por obra y gracia de una vacuna o un fármaco. “Probablemente existirán avances incrementales, nuevas medicinas que nos ayudarán en el proceso de adaptación, pero no resolverán todo el problema”. De nuevo, justo como ocurre con la pobreza.

Las cuarentenas no resuelven el problema, simplemente compran tiempo para la preparación y la reflexión. Los gobiernos enfrentan ahora una decisión más difícil, no entre la vida y la economía, sino entre las muertes por el coronavirus y las muertes y vidas arruinadas por la pobreza, otras enfermedades, el hambre, el hacinamiento y las consecuencias psicológicas de un encierro de muchos meses. La política social no resuelve plenamente el dilema. No puede hacerlo.

Gaviria asume la inevitabilidad de estas muertes como si todas ellas fueran igualmente ineludibles. Es decir, como si fuesen el resultado de fenómenos de comportamiento similar. Pero no lo son. La pobreza, el hambre y el hacinamiento, por ejemplo, no son enfermedades. Dañino es verlas como tal. Las enfermedades no se deben a unos responsables, aunque logremos en muchos casos identificar algunas de sus causas. Hay factores genéticos y ambientales que pueden hacernos más propensos a ellas y hábitos que nos ayudan a evitarlas. Pero no hay cómo esquivar del todo la enfermedad. Ni el más saludable de los estilos de vida nos hace exentos de ella. No ocurre así con la pobreza. Conocemos claramente sus causas y podemos señalar a sus responsables. No es, como dice Gaviria de la especie humana y del coronavirus, “el resultado de miles de contingencias imprevisibles”. Igualar estas muertes esquiva una vez más el debate ético. Tal vez por ello resulta fácil reconocer el fracaso y la incapacidad de las políticas sociales de un modelo que nunca se cuestiona.

Bajo ese modelo es posible la existencia de unos países desarrollados para los que, según Gaviria, no hay tal dilema. No ocurre así en los países que no se atreve a llamar pobres, sino “en desarrollo”, donde la defensa de una cuarentena estricta supone, según él, una suerte de incoherencia:

Protege las víctimas más visibles, las de Covid-19 (los acumulados aparecen todos los días en todas partes) e ignora simultáneamente a las víctimas invisibles como consecuencia de una medida que ha perturbado la vida de todos y, en particular, de los más vulnerables. […] Las cuarentenas prolongadas, como lo afirmaron esta semana dos investigadores de la Universidad de Harvard, Richard Cash y Vikram Patel, pueden hacer mucho más daño que bien, incrementan el sufrimiento evitable y atentan contra la equidad y la justicia social.

Asume, pues, que hay unas víctimas cuya visibilidad está dada por la exposición mediática y constante como cifra. Nada más errado. ¿O acaso son visibles los líderes sociales asesinados solo porque actualizamos a diario el contador del genocidio? ¿No han sido las cifras de la pobreza y su caprichosa definición las que han aplanado a fuerza (y solo en el papel) la curva de la miseria? Gaviria nos dice, amparado en “los expertos”, que las cuarentenas son nuestro nuevo mal. De repente, logran en tan solo un mes incrementar la inequidad y la injusticia social aunque, según la OCDE, en condiciones normales nos tome once generaciones salir de la pobreza (unos 330 años).

Finalmente, Gaviria nos dice que los dilemas éticos no tienen una solución fácil. Y como no es fácil y las cuarentenas pueden también causarnos mucho daño, propone una vía intermedia, para él necesariamente utilitarista, aunque vergonzosa:

Una apertura prudente, con más pruebas, metas claras que obliguen a regresar al confinamiento cuando la utilización hospitalaria esté cerca del límite, que tenga en cuenta las diferencias territoriales, ponga una atención especial en ancianatos, cárceles y hospitales, promueva el distanciamiento físico y presenta de manera clara la información y los modelos es probablemente la mejor solución.

Una apertura prudente que requiere la intervención de la política social. Esa que, líneas antes, ha declarado incapaz de resolver el dilema. Pero quiero ir más allá: ¿lo que plantea Gaviria es realmente un dilema ético? Los dilemas éticos son problemas decisorios entre dos imperativos morales posibles sin que ninguno sea necesariamente más deseable. Por ejemplo, puedo elegir robar un medicamento costoso para salvar la vida de alguien o sacrificar la vida de esa persona a cambio de mantenerme firme al principio de no robar.

El dilema de Gaviria nos enfrenta a dos escenarios: alargar la cuarentena total para evitar las muertes por coronavirus, aunque eso implique sacrificar a algunos (los que morirán a causa de la pobreza, el hambre, el hacinamiento, etc.); o permitir la reactivación del sector productivo para evitar estas muertes, aunque eso implique poner en riesgo a la mayoría por cuenta del coronavirus. El problema es que ninguno de ellos es un imperativo ético. Lo sería si una u otra opción nos obligara a elegir, como plantea Gaviria, entre salvar la vida de algunos (los invisibles) y la vida de la mayoría (los visibles). No es así, los sacrificados en uno y otro caso son los mismos y, como plantea de raíz, es imposible salvarlos. Si bien el virus no hace distinciones por sí mismo, su letalidad no es ajena a las condiciones de pobreza. La cuarentena es sostenible solo para quien, como Alejandro Gaviria, no tiene que elegir entre morir por el virus o morir de hambre (y es sostenible, claro, porque hay tortugas que nacieron para soportar la cadena depredadora de perros y tigres); del mismo modo en que la apertura gradual significará el fin de la cuarentena solo para quien, además de enfrentar el riesgo de contagio, tiene que volver a la calle, al ruedo del sistema productivo, para no morir de hambre.

A las vulnerables tortugas, visibles e invisibles por igual, les queda un consuelo que Gaviria, con natural crueldad, pone en palabras de Nicanor Parra: “Todo hombre es un héroe por el solo hecho de morir. Y los héroes son nuestros maestros”. Para fortuna de quienes concentran la riqueza, los tigres no nacieron para ser seducidos por esta gloria común.

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Disección

Nunca vi el cuerpo muerto de mi hermano. En el anfiteatro vi tres fotografías de cuerpos muertos que no eran él. Escuché descripciones de cuerpos muertos que no eran él. Leí su carta dental, el relato objetivo de un fragmento del cuerpo que ya no era él, pero nunca el análisis de DNA que confirmaba (dicen) el parentesco entre su cuerpo muerto y mi cuerpo vivo. Vi la bolsa negra y sellada que prometía contener el cuerpo muerto que sí era él y que, sin embargo, ya no era el cuerpo de Ricardo Ruiz en su disposición biológica natural: seis aparatos, nueve sistemas, veintiún órganos, cuatro tipos de tejidos, millones de células, billones de moléculas; una topografía de 46 regiones distribuidas como se muestra en las láminas de anatomía. En su lugar (dicen) quedó algo: un cuerpo con menos regiones, o menos tejidos, o menos órganos. Un cuerpo puesto de otro modo, tal vez compacto, tal vez fragmentado. Un cuerpo con lesiones externas o sin ellas. Con hemorragias capilares o sin ellas. Rotura de aorta, quizás. Embolia aérea, blast ocular, o abdominal, o cerebral, o auditivo, o generalizado. Lesiones mecánicas, seguro sí. Lesiones térmicas, tal vez. Un cuerpo sin huellas ni señas particulares capaces de decir «yo soy». Soy Ricardo Andrés Ruiz Borja: los huesos largos de mi madre, las orejas grandes de las bromas, la boca menuda de un padre que supongo, los dedos de las manos escamados de ansiedad. Los pies largos como pocos, la barba incipiente, el pelo negrísimo, los codos rasposos, el tronco con su mancha de costado. El cuerpo importa cuando mueres: cuenta el relato de las formas en que todo acaba. ¿Qué pasó el 16 de abril de 2006 a las 12:13 minutos? ¿Qué viste y cómo lo viste? ¿Estabas de frente o de espaldas? Ante el cuerpo ausente la muerte es todavía un acto mágico, la metáfora que no resuelve las preguntas esenciales de modo y lugar. No podemos prescindir de la conciencia del cuerpo, no hay imaginación que abarque el fin. No hay manera de aceptarlo: cada quien necesita una catedral en llamas.

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Antídotos

Leo cosas, muchas. Van de dietas para combatir la depresión (y ya no para tener abdomen plano) a historias ajenas sobre maternidades que curan endometriosis. Leo sobre cómo tomar el sol cura la mente más que perseguir la iluminación en una ciudad fría e indolente de Occidente. Leo sobre por qué la depresión puede tener relación con las pastillas anticonceptivas que tomo hace años y que podría dejar de tomar si me ligara las trompas. En millares de foros, mujeres jóvenes sin hijos dicen que la operación destruyó sus ciclos menstruales y que ahora toman pastillas anticonceptivas para volver a tener la regla. Leo sobre la depresión posparto y la depresión premenstrual y la depresión posligaduradetrompas y la depresión pospastillasanticonceptivas y la depresión de ser mujer. Leo sobre mi Quirón en cáncer en casa cinco: problemas con los hijos y la madre, miedo a la maternidad. Tomar Fluoexitina reduce el efecto de las pastillas anticonceptivas. Meditar puede llevar al suicidio. “Siddharta dijo que alguien que te roza en la calle comparte una experiencia con vos por quinientas vidas”, escribe a su vez Mary Ruefle en un poema. Mi papá me pide confiar en Dios, pero yo sé que Dios no traerá el milagro de confiar en mí misma. Julián me pide que recuerde que esto es tan solo una mala racha. El terapeuta de M decía que la “mala racha” es síntoma inequívoco de que nos persigue la muerte. Estudios afirman que la depresión no es resultado de un desbalance químico. Las farmacéuticas dicen que la hierba de San Juan es tan solo un placebo. Bernardo Soares describía su depresión como una parálisis del alma. “En esos periodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer”. Para mí la parálisis del alma es ausencia de amor. El amor es fe y voluntad. La fe otorga y en la voluntad reside su potencia. Una chica escribe en su blog que hay que explicarse menos y hacer más. Benesdra comienza El Camino Total diciendo que la depresión solo se combate cediendo a ella, “dejándose invadir con libertad absoluta por la sensación del derrumbe”. También decía, ya no en el libro, que los extraterrestres vendrían a robarse un obelisco en Buenos Aires. Tiempo después (de una cosa y de la otra) se lanzaría por la ventana de su apartamento. M dijo (no a mí) que amor es ausencia de miedo. “¿Miedo a qué? Al amor”. El amor que quita todo miedo a sí mismo es un amor que otorga credulidad. La fe es un tipo de credulidad que se sabe frágil. Sabe que la creencia es débil o, más bien, que el objeto de la creencia lo es, y aún así se rebela. ¿En qué dioses, en qué dietas, en qué estudios reside el amor? ¿Cuáles ejercicios y meditaciones y baños con yerbas traerán de regreso la voluntad? ¿Habrá fe después de que Marte deje de retrogradar en acuario en mi casa doce donde contacta al nodo sur del karma? ¿Dónde surge la fe y la voluntad? ¿De dónde nace el amor? ¿Cómo se alimenta? No hallo una respuesta que no vuelva sobre el amor mismo (engañoso como petitio principii). En la radio, más temprano, han hablado sobre las diferencias entre un gato aburrido y uno triste. Mi papá dice que seguro Malena también se deprime. Yo digo que no, porque tiene voluntad y energía de sobra. Mi papá dice que no sabemos. Y es verdad, nunca sabemos.

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16.04.06

 

El 16 de abril de 2006, Ricardo tenía la resaca viva. En los últimos dos días había dormido poco, una o dos horas tirado en un sofá pequeño que le dejaba las piernas larguísimas por fuera, se había emborrachado con licor barato, había reído y cantado con fuerza “Resistiré” en la voz de Los Muertos de Cristo, había celebrado, por lo alto, su cumpleaños veintiuno. A la mañana del domingo de resurrección tomó prestada la chaqueta de su amigo Santiago, una cazadora Denim claro llena de parches de sus bandas favoritas, ganchos, un escudo anarquista. Se ajustó las botas, se despidió de “Santo” —se rieron porque esa noche se habían librado de terminar en la UPJ— y se fue. A las 11:30, quizás más tarde, llegó a su casa en el Santa Fe. Abrió la puerta, saludó a su prima Angélica, y siguió derecho a la cocina. Abrió la nevera, sacó la leche, se sirvió un vaso que bebió de un tajo —como los tragos de “chirrinchi” de la noche anterior—, caminó a la sala, descolgó el teléfono de disco y marcó. Esperó en la línea hasta que la voz de una mujer mayor lo saludó del otro lado. “Ricardito, cómo estás”. Conversó breve.

—Doña Gloria, dígale a Alejandro que ya voy —dijo antes de colgar.

Tomó una bolsa blanca que reposaba en el cuarto casi vacío donde a veces trabajaba en sus cosas, se cambió la chaqueta, y largó una despedida.

—No me demoro. Ahorita vengo.

Pero no volvió.

Suponemos que caminó tres cuadras por la calle 22, que atravesó el parque de la carrera 17, que siguió por el giro diagonal que da la misma calle, que timbró en el 201 y esperó a que alguien abriera la puerta. Suponemos que subió en su compañía y que ya dentro del apartamento se saludó con todos: con sus amigos Alejandro, Vi, Jennifer; con José, el ecuatoriano que vivía en el apartamento de Alejandro y sus padres desde hacía pocos meses. Suponemos que doña Gloria y don Luis, padres de Alejandro, ya habían salido a misa. Suponemos que charló un rato. Suponemos que se asomó a la ventana y vio a su amigo “Skippy” haciendo muecas desde el parque para llamar su atención. Pero no tenemos cómo suponer más. Suponemos que en algún momento el vacío lo sorprendió y, entonces, tal vez lo supo. Suponemos que vio su vida entera pasar o que no la vio en absoluto. Suponemos que todo se hizo oscuro para siempre.

***

En junio recibimos su cuerpo —por fin— después de largas visitas al anfiteatro, de revisar álbumes con fotografías de hombres inertes que no eran él, de visitar a su odontólogo para pedir la cartografía de sus dientes pequeños y filosos, de descartar pieles por blancas o tatuadas, de dejar que me pincharan para escarbar en nuestra cadena de ADN. Nos entregaron una bolsa negra y hermética en la que, suponíamos sin querer, estaba él. El funeral se hizo al día siguiente con una misa sencilla y pocos familiares. Confiamos la bolsa negra a una bóveda del Cementerio Central que sellaron con cemento y una capa blanca de pintura, y sobre la que mi tía Graciela, tiempo después, consignó una vez más su promesa: “Mientras yo viva nunca te faltarán flores”.

En el documental El baile rojo sobre el genocidio de la Unión Patriótica, Gloria Mancilla, esposa de Miguel Ángel Díaz, dirigente sindical desaparecido, dice: “Yo le pregunté a un compañero que le desaparecieron su hijo si él pensaba cada noche qué había pasado con su hijo como yo pensaba cada noche qué había pasado con Miguel Ángel. Y realmente, de alguna manera, me arrepentí de haberle hecho esa pregunta por la respuesta que me dio, que fue muy dolorosa. Me dijo: ‘Gloria, llevo mil ciento siete noches pensando en mil ciento siete muertes diferentes de mi hijo’”.

Nuestras noches no fueron distintas; barajábamos infinitas variaciones de un “¿Y si?”. ¿Y si Ricardo hacía parte de una milicia guerrillera? ¿Y si cayó engañado? ¿Y si estaba vivo? Los hechos, como se nos presentaban, nos parecían insuficientes. Creíamos —queríamos creer— que las cosas tenían un doblez, un as bajo la manga, algo que pudiera salvar a Ricardo no sólo del olvido y la ausencia, sino de la oscuridad que se le imponía. Construíamos santos que no eran él. Abríamos la puerta al monstruo que tampoco era él. Buscábamos en sueños respuestas y realidades que ni siquiera sabíamos posibles. Y al fin, cuando la incertidumbre ocupó entero su lugar, amurallamos el dolor y tratamos de seguir con nuestras vidas.

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Possibilia

Cuando alguien muere imaginamos mundos paralelos. Mundos en los que el otro siempre es necesario; universos en los que rara vez estamos solos. Cuando alguien muere volcamos sobre su ausencia nuestra vida y nos parece, falsamente, que nunca nada volvería a quebrarse, que los muros pueden dejar de tener grietas, que no somos más el sobreviviente que recoge los escombros. En los mundos en los que el otro hace presencia todas las llaves funcionan y jamás se olvidan, los relojes andan invariablemente y siempre hay fiestas a las que nos invitan. En los mundos en los que no hay fantasmas no hace falta dormir con la luz prendida, no es necesario rezar para dejar de tener miedo, la oscuridad no es una ofensa, sino una tregua amable. Basta esa única presencia mágica para que todo se abra de repente y la vida se nos muestre entera con sus vetas y revelaciones.

No es cierto. Ningún ausente puede salvarnos. No hay presencias que nos libren de estar solos. Todo lo que hay es esto: hojas que se doblan, platos que se quiebran, muros que se agrietan, y nosotros en medio, y el tiempo a través de nosotros. Nada más.

Hoy mi hermano cumpliría 33 años. A menudo imagino mundos paralelos, pero no puedo habitarlos. Ya soy mayor que mi hermano mayor. Me cuesta imaginar cómo sería él atravesado por mi propio tiempo.

Este es un retrato hablado: la ficción de cómo sería él si tuviera 33. Como soy incapaz de imaginar, les pedí a algunos familiares y amigos que me contaran de sus mundos paralelos: mundos en los que Ricardo siempre es necesario; universos en los que rara vez se sienten solos.

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32

Cuando pequeños observábamos tormentas desde nuestra ventana. Adentro todo era oscuro y afuera el cielo se iluminaba con flashes silenciosos. Siempre llovía en otra parte. Las tormentas lejanas me parecían un fenónemo incomprensible. Veíamos rayos a los que nunca se seguía el sonido de un trueno. Mi hermano decía que eso sólo ocurría cuando la tierra se estaba saliendo de su órbita y que así justito se habían muerto los dinosaurios. Pero el cataclismo anunciado por un niño de diez años nunca llegaba. Sobrevivíamos y sentíamos que asistiríamos al fin de todos los días.

Ya no será.

Hoy, el niño que anunciaba el fin cumpliría 32 años. Esta semana recordé la imagen de las tormentas lejanas y los jueves con el cuarto a oscuras mientras hablábamos de dinosaurios que tampoco sobrevivieron.

“La memoria es del tiempo”, dice Aristóteles. Y el tiempo, esa humana ficción, el templo de las conmemoraciones. Hay algo en nosotros, humanos de pulgar oponible, que nos vuelve hacia el pasado con sagrada ritualidad. Hay algo en ese empecinarse en una fecha como signo invariable de la permanencia en el mundo. Entre la astrología y el libro de efemérides uno es capaz de dar sentido a cualquier día. Somos falsamente auténticos, eso lo saben bien los psicólogos y las estadísticas. Aunque resulta tentador ceder a la exclusividad que nos otorga un día, visto de fondo, es sólo un azar anecdótico.

Cuando la gente se muere, nosotros, humanos de pulgar oponible, cambiamos una fecha por otra para hacer oficio del pasado. Olvidamos con el tiempo los cumpleaños y recordamos con empeño los decesos. Mientras vivimos, nuestro ego defiende la entrada en el mundo. Al morir, desprovistos de él, los demás nos señalan el fin. Uno mismo, sin saber, se encarga de redondear sus propias historias.

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Carta a Mateo Gutiérrez León

Mateo,

No me conoces; y yo, hasta hace muy poco, no sabía nada de ti. Lo primero que supe es que mucha gente a tu alrededor denunciaba tu injusta detención. Luego conocí algunas minucias de lo que estaba pasando. Así supe de tus amigos y de tus padres. En fin, rápidamente vi que te parecías a alguien a quien quiero mucho. Hace doce años, cuando tenías 9 y estabas lejos de imaginar el infierno que vives ahora, yo tenía 17 recién cumplidos y tenía un hermano de 21 (casi de tu edad). Mi hermano, Ricardo, también acaba de cumplirlos. El azar nos hizo coincidir incluso en eso. Sólo tres días después de su cumpleaños y ocho días después del mío, mi hermano murió, junto a otros tres compañeros, en una confusa explosión en el centro de Bogotá. Asumirlo fue difícil; pero lo fue más cuando, sin pruebas, los entes judiciales y medios de comunicación dijeron que mi hermano era un terrorista y un guerrillero de las Farc que había muerto bajo su ley: armando una bomba. Entonces mi familia y yo comenzamos a vivir buena parte del infierno que hoy tu familia y amigos también viven. Uno amplificado por esa sorpresiva pérdida.

Siempre tuvimos la certeza vital de que mi hermano no era un criminal, esa misma que hoy nos congrega en torno a ti para defender la persona que eres y tus lazos. Aún así, el mundo se quebró para nosotros. Vino la duda porque nos hicieron pensar en ella. Dudé hasta de mí misma. Quemé libros y afiches y todas esas cosas que seguramente tú también tienes, porque en esa duda me hicieron sentir miedo. Me dijeron que eso era criminal. Nos minaron la confianza para hablar de mi hermano, de su nombre, de cómo había muerto; para preguntar qué había pasado realmente. Nos negaron una investigación digna, del mismo modo en que hoy te comprometen a conveniencia sin respetar la más básica de las garantías: la presunción de inocencia.

Tuvieron que pasar nueve años para que yo me atreviera a contar su historia y diez para que me embarcara en un proyecto sobre él. Pero bastó contarlo para que comenzaran a aparecer otros Ricardos. Algunos también habían muerto, otros habían pasado por una cárcel, como tú. De la nada llegaron ellos, hasta que apareciste tú, Mateo.

Cuando leí sobre ti pensé en mi hermano, no solo por el caso, sino porque se parecen (a pesar de que eres blanquísimo y él tan trigueño como mi mamá). Leía tanto como tú, de las mismas cosas que tú; tubo cresta, como tú, y también le encantaba el punk. Se parecen en sus cejas pobladas y en un cierto gesto en la mirada. No puedo recordar su voz; tampoco conozco la tuya. Lo primero que hice en ese proyecto sobre él fue intentar dibujarlo. Tengo poquísimas fotos de Ricardo, en cambio de ti hay muchas por ahí. Para dibujarlo tuve que aguzar la memoria y preguntar a mi entorno conocido cómo era, cómo lo recordaba. Hace una semana tomé una de tus fotos y te dibujé. Llevaba varios días escuchando de ti, de cómo eres y de cómo te recuerdan. En ese ejercicio pude ver lo mucho que se parecen. Sentí que eras él y confirmé que esto tan horrible le podía pasar a cualquiera.

Cuando pienso en mi hermano y en lo inverosímil que ha sido pasar por todo esto, siento que él es ese punto de inflexión sin el que jamás habría aprendido a luchar más allá de mí. Tú llevas eso. Aunque lamento la pesadilla que viven tú, tu familia y tus amigos, te agradezco por ser aguerrido, por tejer tantas cosas alrededor tuyo de las que ahora también soy parte, por ser el punto de inflexión de esos que creen que jamás les va a pasar. No te conozco, pero sé que tienes unos padres amorosos y muchos amigos que te quieren y creen en ti. No te conozco, pero siento que ya eres mi hermano. Gracias por eso. Sé con certeza que, de estar vivo, Ricardo también lucharía por ti.

Un abrazo combativo (eso no nos lo quitan),

Lizeth

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No sé

Tras la primera entrega de Retratos hablados vino una seguidilla de mensajes inesperados y que interpreto y siento como una ola de afecto de gente que ni siquiera conozco. Recibí abrazos y saludos de personas visiblemente conmovidas; historias similares y distintas; desahogos sobre el horror de la muerte violenta de familiares y amigos; y, aunque pocas, también preguntas comprensibles pero afiladas sobre mi hermano, sobre su caso, y sobre si el Estado “de verdad se iba a poner a matar así a unos muchachos”. También yo me lo he preguntado muchas veces.

Después vino una temporada de silencio personal y en redes, atada a varios meses de trabajo profundo sobre el caso, más allá de los relatos cercanos de familiares y amigos. Por primera vez en diez años me vi con la madre de uno de los chicos que murió con mi hermano y que es, hoy, la única persona que no se acobardó en todo este tiempo y que inició una serie de acciones legales que nos permiten hablar de la “ejecución extrajudicial” en un caso que, para cuando ocurrió, ni siquiera se sabía qué era eso de los “falsos positivos”. En paralelo mantuve “correspondencia” con la Fiscalía: un hilo largo y espaciado de comunicaciones llenas de códigos y peros que, en esencia, no decían nada. Y, tras cuatro meses de seguir ese hilo, en el que me pidieron hasta demostrar el parentesco con mi hermano -lo que me implicó increíbles maromas para conseguir su registro civil-, recibí todo lo que esa entidad “tiene” sobre la muerte y enjuiciamiento público de mi hermano (declarado terrorista en medios nacionales e internacionales al otro día de su muerte): un documento de dos páginas con una hipótesis sobre la que no hay registrada ni una sola prueba ni testimonio; un investigador asignado que murió hace ocho años; y un proceso sobre el que ni siquiera abrieron una investigación formal. En suma, una bofetada.

Además, hice un juicioso rastreo en archivos de prensa que me reveló casos y casos calcados de estudiantes muertos en explosiones y culpabilizados de su propia muerte. Lo curioso no es solo eso. Buena parte de los casos se registran en contextos específicos: una semana después de algún hecho violento cuyo autor se desconoce y que luego se achaca a esos estudiantes; años coyunturales en los que se registra un pico de esos casos (elecciones, inicio del gobierno Uribe, año de la reelección -en el que murió mi hermano-, fin de su periodo). Varios de ellos, además, son la cúspide de otros en los que los estudiantes no mueren, pero terminan inmersos en procesos judiciales dudosos y llenos de irregularidades. Y las preguntas, como las del inicio, son siempre las mismas: ¿por qué? ¿Por qué ellos? ¿Será que el Estado sí se iba a poner a matar así a unos muchachos? Las respuestas son muchas y distintas en cada caso: por militantes; por su rebeldía adolescente y exacerbada; por ingenuos; por denunciar irregularidades en sus universidades; por tirapiedras; por adelantar acciones que bordean lo ilegal, mas no necesariamente lo criminal; porque sí y porque no. De esos hay un solo caso en el que se reconoció oficialmente la participación de paramilitares en asocio con agentes del Estado. Pero no más. Son, vistos en su momento, casos aislados.

Mas no lo son y en eso trabajo. Lo que veo es un proceso de exterminio sistemático de estudiantes y una lucha campal -y clandestina- en colegios y universidades (no sólo públicas) que va más allá de lo que siempre se ha dicho: “cosas de capuchos” e “infiltraciones de la guerrilla”. Veo la muerte y judicialización de cientos de estudiantes, como en las dictaduras de Argentina y Chile, como recientemente en México; sólo que aquí, dicen, hemos vivido siempre en democracia. Veo algo más que casos aislados que no se han relacionado ni documentado y que siguen ocurriendo al interior de universidades y colegios y que se han recrudecido con la coyuntura de los acuerdos (raro, ¿no?). Y todo esto lo vi mientras en La Habana se hablaba de “firmar la paz” con las Farc, hecho del que me enteré el mismo día del anuncio dado mi aislamiento.

Luego vino el plebiscito, sobre el que en un arranque de atarlo a mi trabajo de los últimos meses quise generar un contenido ilustrado sobre los acuerdos. Mi intención era hacer un trabajo juicioso y pausado sobre algunos temas puntuales, contrastando fuentes e implicaciones, y apoyándome en gente que supiera interpretar la letra menuda (algo que se me escapa). Hice el anuncio en Twitter, recibí un apoyo inmenso pero, a la vez, me estrellé. Todos (llenos de buena voluntad y las mejores intenciones) querían cosas para ya. ¡Hay que hacerlo pronto porque el plebiscito es el 2 de octubre! Yo apenas si sabía cuándo era el plebiscito. No me interesaba hacer pedagogía de los acuerdos ni materiales lindos sobre por qué votar SÍ -o NO-. Y aunque me parecen válidos y admirables los esfuerzos por hacer comprensible algo que parece tan ajeno y tan lleno de tecnicismos, hacerlo bajo la presión electoral supone simplificar lo que no se puede simplificar (o, por lo menos, no sin pasar por encima de miles de dolores). Entonces renuncié a mi idea -o a la idea de hacerlo en este momento- y seguí “en lo mío”, con la presión latente de la coyuntura sobre la que “hay que” tomar posición, sobre la que “hay que” votar y sobre la que, si eres “víctima”, “hay que” votar SÍ – o NO-. Y la verdad, toda mi verdad, es que no sé.

Sé que hay buenas razones para respaldar este proceso y lo respaldo. Pero atar ciertas luchas a la coyuntura del acuerdo y el plebiscito también es simplificar. Un simplificar que pasa por etiquetar y meter en una misma bolsa el universo amorfo de las “víctimas”, “la justicia”, “la verdad”, “la reparación”, todas promesas de una no suficientemente cuestionada “justicia transicional”. En virtud del llamado entusiasta de la paz, se nos ha invitado a “creer”, a votar SÍ prescindiendo de la revisión de las minucias (porque son solo eso, minucias técnicas que se resuelven con la práctica). Sé que algunos se han sentido ofendidos por lo que digo (y me disculpo por no saberlo expresar), pero ver las minucias como algo “menor” y “técnico” es fácil de decir cuando no se tienen las entrañas comprometidas. No digo que no nos importe. A la mayoría nos importa y por eso leemos y preguntamos y por eso muchos saldrán a votar. Solo que esas “minucias técnicas” sobre “justicia transicional”, “comisiones”, “jurisdicciones de paz”, “verdad”, “reparación”, “víctimas”, se traducen en procesos concretos, inconclusos, sentencias larguísimas, limbos jurídicos y burocracias que instrumentalizan “el dolor” -o los dolores- (todos ajenos así tengamos el propio).

Los logros de estos acuerdos no son menores y los respaldo. Mas no puedo -ni sé cómo- asumir una postura contundente en términos electorales que concilie los beneficios visibles y expectativas optimistas del SÍ, sin darle la espalda, por ejemplo, a la pregunta incómoda por los cerca de 400 secuestrados que seguirían en poder de las Farc -que, instrumentalizados, son una cifra, pero que en realidad son personas corrientes que pertenecen a familias que vi y conocí cuando pasaba mis noches de sábado leyendo al aire sus mensajes en “Voces del secuestro”-. No puedo -ni sé cómo- asumir una postura contundente en términos electorales que concilie el darle la cara a ellos sin darle la espalda a todos los que, de verdad, les cambiará la vida este proceso.

Por lo demás, no puedo ser una entusiasta de la paz: creo que lo que se viene es una guerra sucia cada vez más clandestina –ya está pasando-. Sin embargo, el poco entusiasmo no es sinónimo de apatía o retirada. Dice un amigo anarquista (como lo fueron mi hermano y mi abuelo) que el resultado es insubstancial para nosotros, pues seguiremos actuando para hacer “la paz” una realidad desde la cotidianidad. Aquí sigo (y Retratos hablados también).

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Fachadas bogotanas o cuando las redes vencen lo que el Sistema no alcanza

bancolombiaComo muchos saben, ayer decidí documentar en mi página web los distintos inconvenientes que tuve con Bancolombia en la recepción del dinero del crowdfunding de Fachadas bogotanas. Toda esta información la compartí en redes sociales, tal y como lo hice durante todo el proceso de producción y gestión de mi proyecto. El resultado fue contundente: muchísimas personas se solidarizaron con mi caso y, gracias a sus mensajes y a toda la presión mediática, logramos, en un día, que Bancolombia resolviera lo que había tardado meses.

Luego de dar los primeros llamados de atención, se contactaron conmigo Daniela, la Community Manager de Bancolombia, y Carolina, la estratega de redes. A ellas reporté todos los detalles del problema, envié mis datos y copia de toda la documentación que presenté en el banco el viernes pasado y que había sido rechazada. Quiero precisar que esta documentación fue la que Nicolás Ospina, músico que financió su disco a través de Indiegogo, presentó en su momento a Davivienda y que fue aceptada por ese banco para el mismo procedimiento. Además, se trata de información que Indiegogo usa normalmente para efectos legales. Con estos datos, Bancolombia prometió gestionar una respuesta para hoy a mediodía.

Esta mañana fui nuevamente contactada por la estratega de redes de Bancolombia, quien me confirmó que se había revisado el material con “las personas encargadas” y la gerente de la sucursal para desbloquear el dinero. La operación fue satisfactoria y el dinero fue desbloqueado de inmediato e ingresado a mi cuenta al cambio del día (la tasa asignada por Bancolombia fue de $3202). Sin embargo, Carolina me explicó que a veces las personas naturales “no entendíamos” que el Banco de la República debía controlar el ingreso de divisas para evitar el lavado de activos y que por eso eran tan rigurosos. Entiendo lo que ella me explicó, pero eso siempre lo tuve claro.

La resolución de mi caso deja en evidencia que a veces hace falta más voluntad que rigor.

Entiendo bien que el banco deba ser cuidadoso con la entrada de dineros desde el extranjero por estas amenazas, pero sería más efectivo estandarizar la recepción de recursos como los provenientes de un crowdfunding, que poner trabas innecesarias y desesperanzadoras.

También me queda la lección, feliz y triste a la vez, de que son más efectivas las campañas a través de redes sociales, que los conductos regulares con los que contamos los clientes de entidades financieras.

Me llena de alegría saber que tengo un grupo importante de personas que apoya, quiere y respalda mi proyecto, pero me pregunto qué habría pasado si la queja la hubiese presentado alguien que no tiene 36 mil seguidores en su cuenta de Twitter.

Así que agradezco a quienes me ayudaron en mi pequeña “cruzada”, pero espero que mi caso sirva de precedente para dar la discusión de una buena vez, pues proyectos independientes que se financian de esta forma tendremos, ojalá, para rato.

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Fachadas bogotanas o el viacrucis de hacer crowdfunding en Colombia


bancolombia crowd
En enero de este año surgió mi proyecto Fachadas bogotanas, que en cuatro meses de trabajo diario se fue convirtiendo en la idea sólida de hacer un libro. Luego de convidar a mi amigo Fredy Ordóñez a que creara su propio sello editorial (Ediciones Milserifas) para lanzar este libro, Fredy y yo decidimos financiarlo a través de Indiegogo: una plataforma de crowdfunding o financiamiento colectivo que permite que personas interesadas en el proyecto contribuyan con dinero. En este caso, a cambio de cada contribución, nuestros colaboradores podían preordenar el libro a un precio especial y llevarse algunas recompensas adicionales como postales, afiches, originales enmarcados, etc.

Nuestra meta inicial era recaudar 8500 dólares en cuarenta días. Para nuestra alegría, no solo cumplimos la meta anticipadamente (el 25 de junio), sino que logramos recaudar más de lo presupuestado: en total 11.306 dólares. Sin duda, algo que nos enorgullece en un país sin cultura de crowdfunding y aún temeroso de las transacciones electrónicas.

Alcanzamos a hacer cuentas optimistas sobre el excedente recaudado, teniendo en cuenta el tremendo ascenso del precio del dólar; y enviamos mensajes de agradecimiento a quienes contribuyeron, bajo la consigna “sí es posible hacer proyectos independientes en Colombia”. Pero la realidad de nuestro sistema financiero nos aterrizó y nos puso en perspectiva.

No estamos preparados para hacer crowdfunding en Colombia, nuestros bancos no tienen ni idea de qué es eso.

Cerrada la campaña el 6 de julio, Indiegogo se comprometió a consignar a mi cuenta de Bancolombia el dinero recaudado, en un plazo de máximo 15 días hábiles. Cobraron sus respectivas comisiones (4 % para quienes cumplimos la meta y 3 % por transacciones bancarias), y el 15 de julio depositaron el dinero: 10.483,53 dólares.  Hacia el 20 de julio, Fredy y yo comenzamos a sospechar que el dinero ya había sido consignado, pues así lo notificaba la plataforma. Sin embargo, como el banco no reportaba nada, decidimos esperar. Y lo hicimos hasta el 5 de agosto, cuando contacté al banco para saber del dinero.

Hablé con dos funcionarias: una del banco y otra de la oficina de comercio internacional. Ambas me confirmaron que el dinero ya se encontraba en mi cuenta, pero que estaba bloqueado por el monto, así que debía acercarme a la sucursal donde abrí mi cuenta y autorizar el ingreso del dinero. Me explicaron que eventualmente me pedirían alguna documentación, pero que sería un trámite sencillo.

El martes 11 de agosto fui a la sucursal donde tengo mi cuenta (Edificio Colseguros en Bogotá) y hablé con una de las asesoras. Me preguntó la procedencia del dinero y le expliqué el proceso de crowdfunding de Fachadas bogotanas. Ahí empezó mi viacrucis: ella no entendía muy bien de qué le estaba hablando e intentó con insistencia acomodarme en alguna de las categorías de recepción de giros. Honorarios, donaciones, herencias, venta de inmuebles… Nada aplicaba porque el crowdfunding es una tipología distinta y porque, en este caso, Indiegogo es apenas un intermediario, no quien aporta el dinero.

Ninguna de las categorías establecidas por el banco se acerca a esta idea. Para ellos es inconcebible que quien envía el dinero sea eso: alguien en la mitad que facilita la logística de recaudo.

Después de mucho revisar, con la asesora acordamos que debía llevar un certificado expedido por Indiegogo, que podía ser en inglés, en el que explican que me envían ese dinero –recaudado entre muchas personas– para financiar mi libro; y que ellos son una plataforma de crowdfunding que sirven de puente entre los contribuyentes y mi proyecto. Además, la asesora verificó en el sistema y me notificó que el dinero ya no se encontraba en mi cuenta y que, por el tiempo que duró ahí, había sido devuelto a Indiegogo. O sea, debía comunicarme con ellos solicitando que volvieran a enviar el dinero. Ya por entonces el trámite no pintaba tan sencillo.

Me contacté con Indiegogo y también consulté a Nicolás Ospina, un músico que financió su disco a través de la misma plataforma y que recaudó algo más de 12 mil dólares. Nicolás me habló de su tortuoso proceso con Davivienda y de cómo lo solucionó: me dijo que imprimiera los “Términos y condiciones” de la página, pues eso equivalía a un contrato; que adjuntara el certificado que me diera Indiegogo y las copias de los correos en los que se confirma que se cumplió la meta, y que llevara eso directamente a la oficina de comercio internacional. Entretanto, Jordan, Payments Supervisor de Indiegogo, respondió por la misma línea: dijo que para efectos legales valían sus “Términos y condiciones” y que el certificado no era otra cosa que el correo que ellos enviaban confirmando la consignación del dinero para la campaña destinada. Se trata de una tabla en la que, además, se especifican las tasas cobradas en Estados Unidos. Jordan también me dijo que no tenían reporte en su banco de que hubiesen devuelto el dinero y que debía confirmar con el mío los datos exactos de la devolución para poder hacer el depósito de nuevo.

Con estos documentos, fui el pasado viernes a la oficina de comercio internacional de Bancolombia. Allí me ayudaron a radicar la solicitud, me dijeron que debía llamar a la mesa de negocios del banco para negociar la tasa de cambio (un negociar de mentiras, porque ellos ya asignan una tasa) y confirmaron que el dinero no había sido devuelto, que seguía bloqueado y que debía presentar la documentación en mi sucursal para que se hiciera el trámite debido, pues sin eso no se podía ingresar el dinero. El asunto parecía desenredarse, pero faltaba más, mucho más.

Fui a la sucursal de mi cuenta, presenté la documentación, y la asesora no entendía nada. En principio me rechazó los “Términos y condiciones” de Indiegogo porque iban en inglés. Yo repliqué que una compañera suya había dicho que eso no sería problema, pero ella no hizo caso. Luego consultó todo el proceso con otra persona y optaron por rechazar los papeles. Su explicación: que lo que llevaba precisaba qué era la plataforma, pero no por qué me enviaban el dinero. Debo precisar que ella no quiso ver todos los documentos, simplemente los rechazó y me entregó una nueva lista de requisitos.

La lista es:

  • Registro de Cámara de Comercio (o equivalente) de Indiegogo.
  • Escritura pública o documento expedido por Indiegogo que certifique el destino del dinero.
  • Carta de Indiegogo que explique su motivación para donarme el dinero.

La asesora agregó que estos documentos serían revisados por la gerente de la sucursal y un comité, y que ellos determinarían si aprobaban o no el ingreso del dinero. También me notificaron que era posible que me pidieran, luego, presentar los documentos autenticados en Estados Unidos (!!). Le pregunté qué pasaba si, definitivamente, ellos no aceptaban la documentación. Me respondió que devolverían el dinero y que no podría recibirlo por esa vía. Y punto.

Como era de suponerse, nuevamente me pedían cosas que asumían que Indiegogo me estaba donando el dinero y no que era un puente entre varios donantes y mi proyecto.

Traté de explicar las particularidades de mi caso, el por qué Indiegogo no podía enviarme una carta como la que pedían, pues eso implicaría pedirle una a los más de 300 contribuyentes. Les comenté las limitaciones de la certificación y por qué Indiegogo no podía asumir la responsabilidad del destino de ese dinero e, incluso, traté de plantear alternativas. Pero todo fue vano. Debo llevar esa documentación y sentarme a esperar que la gerente del banco entienda, sin hablar conmigo, de qué se trata todo esto.

También le expliqué a la asesora mi necesidad de solucionar este trámite con prontitud, pues nuestro compromiso era lanzar el libro este mes y, tal como ella lo planteaba, esto podía tomar días o semanas. Pero de nuevo fue vano.

Sigo a la espera de destrabar el ingreso del dinero para continuar con el proceso de edición (que supone, de entrada, unas tres o cuatro semanas para escáner, diagramación e impresión) y que está parado por la falta de dinero. Ya me comuniqué con Indiegogo para tratar de recopilar los documentos más cercanos a esto que me piden, pero es de suponer que su respuesta no se acomodará a las expectativas del banco. También me queda claro que no hay un proceso estándar para recibir dineros de crowdfunding, pues mientras Davivienda aceptó ciertos documentos, Bancolombia los rechazó.

Si a esto sumamos lo ocurrido recientemente con PayPal en Colombia, podemos decir que los discursos sobre innovación y emprendimiento y Tics e Internet son mero ‘blah, blah, blah’ en un vórtice de burocracia (cuyos únicos beneficiarios, al parecer, son las entidades financieras).

Entretanto, mientras Bancolombia celebra en redes sociales mi “empresa fachada”, en el mundo real la va dejando sin alma.

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** Actualización (25 de agosto de 2015): Después de la presión en redes, Bancolombia ya resolvió el problema. Aquí los detalles del proceso y de cómo terminó esta historia.