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Cuando pequeños observábamos tormentas desde nuestra ventana. Adentro todo era oscuro y afuera el cielo se iluminaba con flashes silenciosos. Siempre llovía en otra parte. Las tormentas lejanas me parecían un fenónemo incomprensible. Veíamos rayos a los que nunca se seguía el sonido de un trueno. Mi hermano decía que eso sólo ocurría cuando la tierra se estaba saliendo de su órbita y que así justito se habían muerto los dinosaurios. Pero el cataclismo anunciado por un niño de diez años nunca llegaba. Sobrevivíamos y sentíamos que asistiríamos al fin de todos los días.

Ya no será.

Hoy, el niño que anunciaba el fin cumpliría 32 años. Esta semana recordé la imagen de las tormentas lejanas y los jueves con el cuarto a oscuras mientras hablábamos de dinosaurios que tampoco sobrevivieron.

“La memoria es del tiempo”, dice Aristóteles. Y el tiempo, esa humana ficción, el templo de las conmemoraciones. Hay algo en nosotros, humanos de pulgar oponible, que nos vuelve hacia el pasado con sagrada ritualidad. Hay algo en ese empecinarse en una fecha como signo invariable de la permanencia en el mundo. Entre la astrología y el libro de efemérides uno es capaz de dar sentido a cualquier día. Somos falsamente auténticos, eso lo saben bien los psicólogos y las estadísticas. Aunque resulta tentador ceder a la exclusividad que nos otorga un día, visto de fondo, es sólo un azar anecdótico.

Cuando la gente se muere, nosotros, humanos de pulgar oponible, cambiamos una fecha por otra para hacer oficio del pasado. Olvidamos con el tiempo los cumpleaños y recordamos con empeño los decesos. Mientras vivimos, nuestro ego defiende la entrada en el mundo. Al morir, desprovistos de él, los demás nos señalan el fin. Uno mismo, sin saber, se encarga de redondear sus propias historias.

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