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Carta a Mateo Gutiérrez León

Mateo,

No me conoces; y yo, hasta hace muy poco, no sabía nada de ti. Lo primero que supe es que mucha gente a tu alrededor denunciaba tu injusta detención. Luego conocí algunas minucias de lo que estaba pasando. Así supe de tus amigos y de tus padres. En fin, rápidamente vi que te parecías a alguien a quien quiero mucho. Hace doce años, cuando tenías 9 y estabas lejos de imaginar el infierno que vives ahora, yo tenía 17 recién cumplidos y tenía un hermano de 21 (casi de tu edad). Mi hermano, Ricardo, también acaba de cumplirlos. El azar nos hizo coincidir incluso en eso. Sólo tres días después de su cumpleaños y ocho días después del mío, mi hermano murió, junto a otros tres compañeros, en una confusa explosión en el centro de Bogotá. Asumirlo fue difícil; pero lo fue más cuando, sin pruebas, los entes judiciales y medios de comunicación dijeron que mi hermano era un terrorista y un guerrillero de las Farc que había muerto bajo su ley: armando una bomba. Entonces mi familia y yo comenzamos a vivir buena parte del infierno que hoy tu familia y amigos también viven. Uno amplificado por esa sorpresiva pérdida.

Siempre tuvimos la certeza vital de que mi hermano no era un criminal, esa misma que hoy nos congrega en torno a ti para defender la persona que eres y tus lazos. Aún así, el mundo se quebró para nosotros. Vino la duda porque nos hicieron pensar en ella. Dudé hasta de mí misma. Quemé libros y afiches y todas esas cosas que seguramente tú también tienes, porque en esa duda me hicieron sentir miedo. Me dijeron que eso era criminal. Nos minaron la confianza para hablar de mi hermano, de su nombre, de cómo había muerto; para preguntar qué había pasado realmente. Nos negaron una investigación digna, del mismo modo en que hoy te comprometen a conveniencia sin respetar la más básica de las garantías: la presunción de inocencia.

Tuvieron que pasar nueve años para que yo me atreviera a contar su historia y diez para que me embarcara en un proyecto sobre él. Pero bastó contarlo para que comenzaran a aparecer otros Ricardos. Algunos también habían muerto, otros habían pasado por una cárcel, como tú. De la nada llegaron ellos, hasta que apareciste tú, Mateo.

Cuando leí sobre ti pensé en mi hermano, no solo por el caso, sino porque se parecen (a pesar de que eres blanquísimo y él tan trigueño como mi mamá). Leía tanto como tú, de las mismas cosas que tú; tubo cresta, como tú, y también le encantaba el punk. Se parecen en sus cejas pobladas y en un cierto gesto en la mirada. No puedo recordar su voz; tampoco conozco la tuya. Lo primero que hice en ese proyecto sobre él fue intentar dibujarlo. Tengo poquísimas fotos de Ricardo, en cambio de ti hay muchas por ahí. Para dibujarlo tuve que aguzar la memoria y preguntar a mi entorno conocido cómo era, cómo lo recordaba. Hace una semana tomé una de tus fotos y te dibujé. Llevaba varios días escuchando de ti, de cómo eres y de cómo te recuerdan. En ese ejercicio pude ver lo mucho que se parecen. Sentí que eras él y confirmé que esto tan horrible le podía pasar a cualquiera.

Cuando pienso en mi hermano y en lo inverosímil que ha sido pasar por todo esto, siento que él es ese punto de inflexión sin el que jamás habría aprendido a luchar más allá de mí. Tú llevas eso. Aunque lamento la pesadilla que viven tú, tu familia y tus amigos, te agradezco por ser aguerrido, por tejer tantas cosas alrededor tuyo de las que ahora también soy parte, por ser el punto de inflexión de esos que creen que jamás les va a pasar. No te conozco, pero sé que tienes unos padres amorosos y muchos amigos que te quieren y creen en ti. No te conozco, pero siento que ya eres mi hermano. Gracias por eso. Sé con certeza que, de estar vivo, Ricardo también lucharía por ti.

Un abrazo combativo (eso no nos lo quitan),

Lizeth