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Tigres con piel de oveja

Alejandro Gaviria, exministro de salud y actual rector de una de las universidades más prestigiosas del país, ha escrito sobre la pandemia. No es la primera vez que lo hace. Antes nos ha invitado a considerar el fallido modelo inglés de cultivar la inmunidad de rebaño (que casi le cuesta la vida al mismísimo primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson). Ahora, en su más reciente columna publicada en El Tiempo, se ocupa de la conveniencia o no de las cuarentenas prolongadas a la luz de lo que, en apariencia, podría ser un dilema ético. Y lo hace con una falsa pátina de compasión y mesura, muy habitual en sus intervenciones. No hay tal y veremos por qué.

Gaviria no quiere escribir sobre el futuro, como ya otros han hecho, sino proponer “una especie de reflexión moral” sobre tres dimensiones de la coyuntura: 1) los orígenes o explicaciones posibles sobre “todo esto”; 2) las soluciones o alternativas frente a ello; y, 3) los dilemas éticos que entrañan estas soluciones. Tales dilemas son, a su parecer, muy complejos, y bien podríamos evadirlos en un acto de cobardía política. Aunque no importa, al final tendremos que enfrentarlos.

Sobre el origen de “todo esto”, Gaviria nos dice lo que cree y lo que no: no cree que “esto” sea una venganza de la naturaleza, pero sí la consecuencia de ser una especie tan numerosa e interconectada. No cree que los seres humanos seamos, en sus palabras, una plaga; pero sí que el virus, también en sus palabras, es un invasor. No cree que la naturaleza elija ser vengativa, aunque sea cruel. La crueldad hace parte de la naturaleza misma, y el ser humano hace parte de esa Naturaleza (¿quizás debemos suponer, entonces, que no hay nada malo en la crueldad humana frente a la que, como creen los moralistas, la naturaleza se rebela?).

Gaviria cita a Houellebecq, que a su vez cita un párrafo de Schopenhauer, quien a su vez cita lo que cuenta el conocido naturalista Junghum sobre una escena dantesca que vio en Java: un campo cubierto de osamentas que creyó un campo de batalla.

En realidad, eran los esqueletos de grandes tortugas de cinco pies de largo y tres de alto y de ancho que, al salir del mar, toman ese camino para depositar sus huevos y son atacadas por perros salvajes que, uniendo sus fuerzas, las vuelcan, les arrancan el caparazón inferior y las conchas del vientre y las devoran vivas. Pero a menudo, en esos momentos, aparece un tigre y se abalanza sobre los perros. Esta desoladora escena se repite miles y miles de veces, año atrás año; para eso han nacido esas tortugas.

Para eso han nacido estas tortugas: para ser depredadas. Del mismo modo en que los perros han nacido para depredarlas con crueldad y ser depredados por los tigres. Esa cadena, que es la jerarquía de la crueldad, no es buena ni mala, justa o injusta. No lo es, porque, ya está visto, nada de esto es una fábula. La jerarquía de la crueldad, de repente tan evidente, desaparece cuando Gaviria se refiere a la especie humana.

Somos muchos y hemos ocupado buena parte del planeta; además, estamos interconectados de una manera casi increíble. Bastaría con examinar, por ejemplo, una prenda de vestir para darnos cuenta de que los materiales (las tintas, los hilos, los botones, la tela, etc.), involucran la cooperación de medio mundo. Esta cooperación ha tenido efectos positivos sobre nuestro bienestar material, pero, al mismo tiempo, nos ha hecho más vulnerables. La pandemia es probablemente una consecuencia de todo esto: somos una especie tan numerosa e interconectada que íbamos a ser invadidos en algún momento.

Las relaciones de poder propias del sistema de producción capitalista (un sistema depredador de tigres, perros y tortugas) no se presentan bajo la mirada de la crueldad y la explotación, sino de la cooperación. Tal vez sea demasiado descarnado decir que quienes trabajan esclavizados en las maquilas han nacido para eso, y sea más digerible (menos ¿inhumano?) suponer que todos los seres humanos, que somos muchos, ocupamos por igual buena parte del planeta y cooperamos entre sí para disfrutar, también por igual, de los efectos positivos que esta cooperación ha tenido sobre nuestro bienestar material. Gaviria expone la sociedad como si se tratase de la pequeña fábrica de alfileres del ejemplo de Adam Smith. Asume que las tortugas de este sistema se someten a la explotación (cooperan) guiadas por el objetivo de producir más ropa (o alfileres) y no, como realmente ocurre, por la pulsión natural de la supervivencia. Parece que Gaviria, como esa otra especie llamada “tecnócrata”, no solo gusta de citar sin contexto las interpretaciones que otros hacen de los autores originales, en lugar de remitirse a la fuente primaria (como Houellebecq con Schopenhauer), sino que también prefiere convertir en norma sus forzadas lecturas. También asume que la mal llamada cooperación ha traído un único efecto negativo: el de hacernos más vulnerables. No se detiene, sin embargo, en esas condiciones de vulnerabilidad, en sus jerarquías. Gaviria evade la discusión ética que promete. Y lo hace, quizás, por la razón que él mismo advierte al inicio: cobardía política.

La vulnerabilidad es el precio que debemos pagar por la cooperación y la interconectividad. Una vulnerabilidad manifiesta en la pandemia ocasionada por un virus invasor. Como invasor, el virus irrumpe con fuerza para ocupar el lugar que no le pertenece. Lo hace del mismo modo en que las familias desplazadas ocupan las periferias de las ciudades, esas que llamamos “barrios de invasión” y que, por cierto, justo durante esta emergencia están siendo desalojadas, expulsadas como el más temido de los virus.

Gaviria nos propone una distinción “sutil, pero importante”:

Una cosa es el llamado a cuidar nuestro planeta, a la sostenibilidad, a la conservación, a nuestra responsabilidad ética de preservar la biodiversidad por razones que incluso trascienden nuestro bienestar; otra cosa muy distinta es darle una interpretación casi religiosa a la pandemia, decir que lo merecíamos, que la Naturaleza está asumiendo una posición de legítima defensa.

Como el virus es el invasor, y no nosotros, la naturaleza no tiene nada que reclamar ni defender (¡habrase visto, los pájaros tirándoles a las escopetas!). Su distinción me recuerda lo dicho recientemente por la alcaldesa de Bogotá sobre esos que habitan los barrios de invasión: “no entregaremos ayudas bajo presión o vías de hecho”. Una cosa es que pensemos en “los más humildes” por razones que incluso trascienden nuestro bienestar, otra muy distinta es asumir que pueden asumir una posición de legítima defensa (¡desagradecidos!).

Esto es lo que Gaviria cree y no sobre el origen de “todo esto” que, por supuesto, se refiere únicamente al virus y no a las condiciones estructurales que hacen que este nos paralice. También confía en que la ciencia logrará explicar con detalle el origen del virus, que no supone un peligro definitivo para la especie humana. Sobreviviremos como los tigres que somos en esta jerarquía de la crueldad.

Gaviria da paso, entonces, a su segunda y tercera promesa: hacer una reflexión moral sobre las soluciones o alternativas para hacer frente a esta coyuntura y sobre los dilemas éticos que estas entrañan. Para ello nos habla ambigüamente de dos tipos de sufrimiento, sin que detalle en qué consisten y cuál es o no evitable. Solo nos da pistas: dice que el debate global está enfocado en minimizar el sufrimiento evitable. ¿Por qué, si es evitable, solo se minimiza? Suponemos que se refiere al contagio masivo por coronavirus y a las muertes que ocasiona, aunque la descripción le quede a la pobreza: ese sufrimiento evitable que nadie quiere erradicar sino disminuir. Gaviria no cree que el virus invasor se vaya así como así, por obra y gracia de una vacuna o un fármaco. “Probablemente existirán avances incrementales, nuevas medicinas que nos ayudarán en el proceso de adaptación, pero no resolverán todo el problema”. De nuevo, justo como ocurre con la pobreza.

Las cuarentenas no resuelven el problema, simplemente compran tiempo para la preparación y la reflexión. Los gobiernos enfrentan ahora una decisión más difícil, no entre la vida y la economía, sino entre las muertes por el coronavirus y las muertes y vidas arruinadas por la pobreza, otras enfermedades, el hambre, el hacinamiento y las consecuencias psicológicas de un encierro de muchos meses. La política social no resuelve plenamente el dilema. No puede hacerlo.

Gaviria asume la inevitabilidad de estas muertes como si todas ellas fueran igualmente ineludibles. Es decir, como si fuesen el resultado de fenómenos de comportamiento similar. Pero no lo son. La pobreza, el hambre y el hacinamiento, por ejemplo, no son enfermedades. Dañino es verlas como tal. Las enfermedades no se deben a unos responsables, aunque logremos en muchos casos identificar algunas de sus causas. Hay factores genéticos y ambientales que pueden hacernos más propensos a ellas y hábitos que nos ayudan a evitarlas. Pero no hay cómo esquivar del todo la enfermedad. Ni el más saludable de los estilos de vida nos hace exentos de ella. No ocurre así con la pobreza. Conocemos claramente sus causas y podemos señalar a sus responsables. No es, como dice Gaviria de la especie humana y del coronavirus, “el resultado de miles de contingencias imprevisibles”. Igualar estas muertes esquiva una vez más el debate ético. Tal vez por ello resulta fácil reconocer el fracaso y la incapacidad de las políticas sociales de un modelo que nunca se cuestiona.

Bajo ese modelo es posible la existencia de unos países desarrollados para los que, según Gaviria, no hay tal dilema. No ocurre así en los países que no se atreve a llamar pobres, sino “en desarrollo”, donde la defensa de una cuarentena estricta supone, según él, una suerte de incoherencia:

Protege las víctimas más visibles, las de Covid-19 (los acumulados aparecen todos los días en todas partes) e ignora simultáneamente a las víctimas invisibles como consecuencia de una medida que ha perturbado la vida de todos y, en particular, de los más vulnerables. […] Las cuarentenas prolongadas, como lo afirmaron esta semana dos investigadores de la Universidad de Harvard, Richard Cash y Vikram Patel, pueden hacer mucho más daño que bien, incrementan el sufrimiento evitable y atentan contra la equidad y la justicia social.

Asume, pues, que hay unas víctimas cuya visibilidad está dada por la exposición mediática y constante como cifra. Nada más errado. ¿O acaso son visibles los líderes sociales asesinados solo porque actualizamos a diario el contador del genocidio? ¿No han sido las cifras de la pobreza y su caprichosa definición las que han aplanado a fuerza (y solo en el papel) la curva de la miseria? Gaviria nos dice, amparado en “los expertos”, que las cuarentenas son nuestro nuevo mal. De repente, logran en tan solo un mes incrementar la inequidad y la injusticia social aunque, según la OCDE, en condiciones normales nos tome once generaciones salir de la pobreza (unos 330 años).

Finalmente, Gaviria nos dice que los dilemas éticos no tienen una solución fácil. Y como no es fácil y las cuarentenas pueden también causarnos mucho daño, propone una vía intermedia, para él necesariamente utilitarista, aunque vergonzosa:

Una apertura prudente, con más pruebas, metas claras que obliguen a regresar al confinamiento cuando la utilización hospitalaria esté cerca del límite, que tenga en cuenta las diferencias territoriales, ponga una atención especial en ancianatos, cárceles y hospitales, promueva el distanciamiento físico y presenta de manera clara la información y los modelos es probablemente la mejor solución.

Una apertura prudente que requiere la intervención de la política social. Esa que, líneas antes, ha declarado incapaz de resolver el dilema. Pero quiero ir más allá: ¿lo que plantea Gaviria es realmente un dilema ético? Los dilemas éticos son problemas decisorios entre dos imperativos morales posibles sin que ninguno sea necesariamente más deseable. Por ejemplo, puedo elegir robar un medicamento costoso para salvar la vida de alguien o sacrificar la vida de esa persona a cambio de mantenerme firme al principio de no robar.

El dilema de Gaviria nos enfrenta a dos escenarios: alargar la cuarentena total para evitar las muertes por coronavirus, aunque eso implique sacrificar a algunos (los que morirán a causa de la pobreza, el hambre, el hacinamiento, etc.); o permitir la reactivación del sector productivo para evitar estas muertes, aunque eso implique poner en riesgo a la mayoría por cuenta del coronavirus. El problema es que ninguno de ellos es un imperativo ético. Lo sería si una u otra opción nos obligara a elegir, como plantea Gaviria, entre salvar la vida de algunos (los invisibles) y la vida de la mayoría (los visibles). No es así, los sacrificados en uno y otro caso son los mismos y, como plantea de raíz, es imposible salvarlos. Si bien el virus no hace distinciones por sí mismo, su letalidad no es ajena a las condiciones de pobreza. La cuarentena es sostenible solo para quien, como Alejandro Gaviria, no tiene que elegir entre morir por el virus o morir de hambre (y es sostenible, claro, porque hay tortugas que nacieron para soportar la cadena depredadora de perros y tigres); del mismo modo en que la apertura gradual significará el fin de la cuarentena solo para quien, además de enfrentar el riesgo de contagio, tiene que volver a la calle, al ruedo del sistema productivo, para no morir de hambre.

A las vulnerables tortugas, visibles e invisibles por igual, les queda un consuelo que Gaviria, con natural crueldad, pone en palabras de Nicanor Parra: “Todo hombre es un héroe por el solo hecho de morir. Y los héroes son nuestros maestros”. Para fortuna de quienes concentran la riqueza, los tigres no nacieron para ser seducidos por esta gloria común.

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Antídotos

Leo cosas, muchas. Van de dietas para combatir la depresión (y ya no para tener abdomen plano) a historias ajenas sobre maternidades que curan endometriosis. Leo sobre cómo tomar el sol cura la mente más que perseguir la iluminación en una ciudad fría e indolente de Occidente. Leo sobre por qué la depresión puede tener relación con las pastillas anticonceptivas que tomo hace años y que podría dejar de tomar si me ligara las trompas. En millares de foros, mujeres jóvenes sin hijos dicen que la operación destruyó sus ciclos menstruales y que ahora toman pastillas anticonceptivas para volver a tener la regla. Leo sobre la depresión posparto y la depresión premenstrual y la depresión posligaduradetrompas y la depresión pospastillasanticonceptivas y la depresión de ser mujer. Leo sobre mi Quirón en cáncer en casa cinco: problemas con los hijos y la madre, miedo a la maternidad. Tomar Fluoexitina reduce el efecto de las pastillas anticonceptivas. Meditar puede llevar al suicidio. “Siddharta dijo que alguien que te roza en la calle comparte una experiencia con vos por quinientas vidas”, escribe a su vez Mary Ruefle en un poema. Mi papá me pide confiar en Dios, pero yo sé que Dios no traerá el milagro de confiar en mí misma. Julián me pide que recuerde que esto es tan solo una mala racha. El terapeuta de M decía que la “mala racha” es síntoma inequívoco de que nos persigue la muerte. Estudios afirman que la depresión no es resultado de un desbalance químico. Las farmacéuticas dicen que la hierba de San Juan es tan solo un placebo. Bernardo Soares describía su depresión como una parálisis del alma. “En esos periodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer”. Para mí la parálisis del alma es ausencia de amor. El amor es fe y voluntad. La fe otorga y en la voluntad reside su potencia. Una chica escribe en su blog que hay que explicarse menos y hacer más. Benesdra comienza El Camino Total diciendo que la depresión solo se combate cediendo a ella, “dejándose invadir con libertad absoluta por la sensación del derrumbe”. También decía, ya no en el libro, que los extraterrestres vendrían a robarse un obelisco en Buenos Aires. Tiempo después (de una cosa y de la otra) se lanzaría por la ventana de su apartamento. M dijo (no a mí) que amor es ausencia de miedo. “¿Miedo a qué? Al amor”. El amor que quita todo miedo a sí mismo es un amor que otorga credulidad. La fe es un tipo de credulidad que se sabe frágil. Sabe que la creencia es débil o, más bien, que el objeto de la creencia lo es, y aún así se rebela. ¿En qué dioses, en qué dietas, en qué estudios reside el amor? ¿Cuáles ejercicios y meditaciones y baños con yerbas traerán de regreso la voluntad? ¿Habrá fe después de que Marte deje de retrogradar en acuario en mi casa doce donde contacta al nodo sur del karma? ¿Dónde surge la fe y la voluntad? ¿De dónde nace el amor? ¿Cómo se alimenta? No hallo una respuesta que no vuelva sobre el amor mismo (engañoso como petitio principii). En la radio, más temprano, han hablado sobre las diferencias entre un gato aburrido y uno triste. Mi papá dice que seguro Malena también se deprime. Yo digo que no, porque tiene voluntad y energía de sobra. Mi papá dice que no sabemos. Y es verdad, nunca sabemos.

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Mi top 5 de lecturas del 2014

El 2014 fue un año de novedades y gratos descubrimientos. Sin mayores preámbulos –como dicen en los discursos–, aquí están mis cinco lecturas recomendadas.

La muerte del padre                                                                             

Karl Ove Knausgård (Anagrama)

 imageCuentan las reseñas que en otoño del 2009, Karl Ove Knausgård se lanzó a un proyecto literario ambicioso: escribir los seis libros de su autobiografía, conocidos como Mi Lucha. Pero decir esto de forma tan escueta no es hacerle honor al resultado. Al menos en su primera entrega, La muerte del padre, Knausgård logra hacer un relato poderoso y sutil que parece desprovisto de toda ambición.

Su primer acierto es hacer de una narración autobiográfica un relato universal. Justo en la era de los blogs y del ‘yo’ como marca regente de casi toda escritura, Knausgård logra trascender lo anecdótico. “Son mil formas de buscar sentido dentro de una vida ordinaria. Cuando hago algo, estoy haciéndolo y pensando al mismo tiempo. Simplemente quise encontrar una forma para esos dos niveles. Es completamente posible estar sentado en casa leyendo Heidegger y después ir a lavar los platos. Es el mismo mundo. Cada uno corresponde al otro. Cuando dices algo sobre la vida, hace falta, yo pienso, ambas cosas”, comenta Knausgård sobre su propio libro.  Es, además, el ejercicio de escritura más sincero que haya leído en mucho tiempo; y digo ejercicio porque el propio Knausgård lo asume como tal, con sacrificio y terror, pero sin imposturas ni ambiciones. El autor ‘se limita’ a conectar distintos momentos de su vida, especialmente de su infancia y adolescencia, en torno a la figura del padre y las contradicciones que devienen de su pérdida. De fondo, sin embargo, hay una resignación contemplativa ante la vida, muy parecida a la de los meditadores que se sientan a observar la impermanencia sin intervenir de modo alguno. 

El traductor                                                                                   

Salvador Benesdra (Eterna Cadencia)                                                                            image

Comencé a leer a Salvador Benesdra por una curiosidad macabra: antes de lanzarse al vacío por el balcón de su apartamento, Benesdra dejó escrito El camino total, “técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio”. También dejó, junto a una beca que le permitiría publicarla, su única novela: El traductor. Y eso es todo. Un libro de autoayuda inédito y una novela que vio la luz gracias a un premio que ni siquiera supo que ganó. Entendí así que tenía sentido el mito Benesdra y su larga lista de etcéteras, solo posibles en el escritor de culto de la decadencia argentina, tan evitado por las editoriales por sus escasas perspectivas de suceso comercial.

El traductor es una gran novela en muchos sentidos. Es la historia de la relación amorosa –y por eso mismo de tensión y desencuentro– entre Ricardo Zevi, un traductor casi cuarentón, y Romina, una joven adventista anorgásmica; a su vez, la de una editorial –Turba– que cede a sus principios ‘progres’ para sacrificar a sus empleados con la más sutil de las estrategias avasalladoras; es una especie de Aleph de su tiempo, con una Argentina en crisis y un mundo globalizado, sin muro de Berlín ni Unión Soviética; y, transversal a todo ello, es el compendio de soliloquios de Zevi, a veces lúcidos, a veces delirantes y perversos. Antropología, psicología, sociología, ping pong y hasta meditación zen; con eso, y mucho más, El traductor logra ser una novela sólida, hermética y, lejos de toda expectativa, muy esperanzadora.

El impostor                                                                                        

Javier Cercas (Literatura Random House)

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En 2005 estalló el caso Enric Marco, la escandalosa ficción de un octogenario que se hizo pasar por deportado y superviviente de un campo de concentración nazi, en Flossenbürg, durante la Segunda Guerra Mundial. Desenmascarado por el historiador Benito Bermejo, Enric Marco se convierte en blanco de profusas reflexiones de la opinión pública; de alguna forma, todos tienen que ver con él bajo el amparo de la indignación. Javier Cercas vuelve sobre la figura de Enric para hacer un relato real o lo que Cercas llama una novela sin ficción que, más allá de asumir la imposibilidad de escribir la verdadera historia de un mentiroso, lo usa como pretexto para revelar su propia impostura. Y, claro, con él caen aquellos que amplificaron y participaron ‘inocentemente’ de su ficción porque, la verdad sea dicha, todos somos impostores.

El impostor es una mixtura de géneros y una empresa monumental de documentación que bien nos podría hacer pensar que se trata de una gran crónica. Pero creo que hay sobradas razones para ver en ella una novela. Cercas no solo reescribe la historia de Enric Marco a partir de largas entrevistas y un riguroso trabajo de archivo y reportería detectivesca, sino que complejiza cada elemento involucrándose como personaje. El autor nos brinda así un ‘backstage’ de la obra de la que él mismo es autor y coprotagonista, al mejor estilo del Dante de La divina comedia. A través de la guía del maestro de la impostura, Enric Marco, Cercas –como Dante– hace su propia cartografía de lo más monstruosamente humano. En palabras de Cercas, “de nuestro desesperado y humillante deseo de ser a toda costa aceptados, queridos y admirados, de nuestra absoluto rechazo a reconocernos tal y como somos y de nuestra invención permanente de una vida paralela, ficticia y halagadora, capaz de volvernos soportable la vida real, de nuestro conformismo y nuestros embustes, de nuestra insaciable capacidad de decir Sí y nuestra eterna y cobarde incapacidad de decir No, de nuestra hambre feroz de ficción y nuestro doloroso imperativo de realidad, de los montones de mentiras colectivas que nos hemos contado y nos seguimos contando a diario en este país (España), del hecho incontestable de que todos representamos un papel, de que, igual que actores en un escenario, todos somos y no somos lo que somos, de que todos, de algún modo, somos Enric Marco”.

Middlesex

Jeffrey Eugenides (Anagrama)

imageEntre cada una de las tres novelas de Eugenides hay exactamente nueve años. Esto, para mí, da una idea del tipo de escritor que es: lento, metódico y técnico. Podría equivocarme, pero Middlesex me dio justo esa impresión. Eugenides deconstruye la historia de un intersexual –Cal como hombre, y Callie como mujer– y la de la saga familiar que le antecede; aunque, una vez más, este es el tema superficial. De Esmirna a Berlín, pasando por Detroit y San Francisco, Eugenides elabora una novela cuidada y compacta sobre la construcción de la identidad (sexual, cultural, de clase), sobre la genética y sus influjos, sobre la diáspora y la literatura de puerto.

Como todo, la novela tiene sus bemoles. Resulta particularmente elaborada y detallada en su primera parte, con un nivel de coherencia y erudición exclusivo de los grandes novelistas; pero es un ritmo que no se sostiene y que halla en la adolescencia de Callie y su transformación en Cal un significativo declive. Lamenté la forma como se resuelven los dilemas de la etapa final de esta búsqueda identitaria [algo en lo que el autor gasta no más de 10 páginas de 680], y que contrasta con la extensa reconstrucción de los más remotos orígenes familiares del protagonista. Pese a este reparo, no dejo de admirar la maestría técnica de Eugenides, su fuerza narrativa, su humor y la tremenda solidez de sus personajes.

Los que sueñan el sueño dorado 

Joan Didion (Literatura Mondadori)

imageEl año pasado tuve un interés particular por la narrativa periodística norteamericana, tan desconocida para mí. Los que sueñan el sueño dorado, sin embargo, es más que eso: arranca con una especie de crónica y continua con textos cortos inclasificables. Todos ellos tienen un rasgo común marcado por el estilo, el humor, la inteligencia y la capacidad de conectar las anécdotas de una escritora –a veces primeriza, a veces consagrada– con el territorio y su tiempo. Didion escribe como si le resultara fácil, aunque no deje de confesarnos lo mucho que le paraliza pasar semanas sin completar un solo párrafo; y lo hace, también, con todas sus manías, patologías y obsesiones, profundizando allí donde solo vemos un cuerpo de agua, un dolor de cabeza o una película de llaneros.

Didion, además, escribe como una mujer, aunque esta es una intuición que apenas puedo justificar.

Más reseñas en: http://30cucharaditas.tumblr.com/

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Mascotas

Cuando yo nací, Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que “esto era un potrero” o “aquí quedaba una laguna” y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban miedo, los pájaros canturreaban en las mañanas y los loros sabían decir “hijueputa”. Pero yo no tuve perros ni gatos ni pájaros ni loros. Cuando el campo ya quedaba lejos, tuve cuarenta gallinas.
Cuarenta gallinas en una casa de La Candelaria, entre el brevo y el cerezo y la hierbabuena y el romero y la enredadera y el saúco y las uchuvas y el yantén. Cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar, después del patio y junto a la casa de los gnomos porque mi casa, no se imagina, es una matrioska de ladrillo con una casa más pequeña en su interior. En la casita, que es una habitación, vivía Doña Angelita: una vieja de ojos verdes, dulce y pequeña, que tomaba changua en las mañanas en un pocillo de flores que giraba y batía antes de cada sorbo.
Cuarenta gallinas rojas, cafés, blancas, rebosantes de plumas, gordas y bulliciosas a las que yo enseñaba a leer mientras empollaban huevos doble yema. Aquí la a, aquí la c, diga kokorokó, usted por qué no hizo la tarea. Cada una tenía cuaderno, nombre, expediente. Cuarenta gallinas y cuatro patos que entraban peinados y en fila a clase y que a la hora de leer se desordenaban y revolvían la comida sin control. Entonces me transformaba en una maestra estricta, regla en mano golpeaba el tablero: a ver Josefina, qué dice acá. Vocalice, mijita, que no se le entiende nada. Reglazo. Quack quack quack quack. Reglazo. Los patos andaban en fila como bebés con piernas de alicate. Reglazo. Las gallinas miraban el tablero, miraban arriba, miraban abajo, miraban la regla, miraban los patos, miraban el brevo, miraban la casa de Doña Angelita, miraban el patio, miraban los cuadernos, miraban las letras, miraban los árboles, miraban la enredadera, miraban el tapete de llantodebebé, se miraban entre ellas, miraban a la profe. Dispersas, dispersas, dispersas, dispersas. Reglazo. Tensas, tensas, tensas, tensas. Reglazo. Quack, quack, quack, quack. Reglazo. Me subía la ira del profesorado. Reglazo. Los patos hacían charcos de agua. Reglazo.
Después de las clases algunas lograban dejar el corral para correr con esa calma zen de las gallinas que siempre parecen a punto de volar. Y volaban, digamos. Volaban como los aviones de papel que hacíamos con mi hermano: bajito, poquito y mediocre. No era un vuelo sino el aleteo torpe de la caída. ¿Y qué hacían cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar de los León Borja, tan lejos del campo y tan cerca al Palacio de Nariño? Producir. Las gallinas ponían huevos doble yema, gigantes, deliciosos. ¿Y los patos? Comer, comer para engordar y algún día producir. Comer para algún día ser comidos. Todo un emporio avícola cuya virtud fue producir más en la cabeza de mi padre y en los anhelos de mi madre que en la realidad del solar. Ese era el rebusque planificado de un andariego capitalino -papá periodista, dos viajes a Europa- y una campesina tolimense hija de campesinos que una vez vio al diablo y a la Virgen de Chiquinquirá.
Pero los huevos se vendían, sí. En la tienda de Doña Lucía que entonces era de Doña Rosa, en el mercadito de Don Álvaro, en la carnicería de la loma. Otros se quedaban para la casa: los huevos fritos de mis desayunos, los huevos con arroz y atún de mi hermano, los huevos de la changüa de Doña Angelita, los huevos para la torta de espinacas de mamá, los huevos tibios -más bien crudos- que hacía papá. Un idilio de yemas cremosas, amarillentas, almíbares salados, y claras tostaditas, batidas, espumosas. Comimos huevos hasta que dejamos de tener gallinas y tuvimos gallinas hasta que dejaron de comprarnos huevos. Lógicas de mercado.
El día que dejamos de vender huevos mi papá vendió los patos. Porque olvidaba decir que mientras las gallinas ponían huevos para medio barrio, los patos comieron y crecieron como nadie pensaba que un pato para la venta, en la ciudad, podía crecer. Fuimos incapaces de sacrificarlos, algo los queríamos; pero el amor no es más fuerte, es el hambre. En Paloquemao comenzó el tanteo y allí se quedaron. ¿A cómo los patos? A tanto. ¿Los va a llevar? No, tengo cuatro para vender. ¿Y a cómo los vende? A tanto con tanto porque son más grandes que los que usté me vende a tanto. Mi papá encapuchó a dos, los vendió y plata en mano se encargó de cerrar el negocio llevándose a los dos restantes. No más patos en esta historia ni en el solar ni en las clases de lectura. Cuatro patos que sabían leer, la mejor educación que un pato haya podido recibir; ni siquiera el patito feo que se convirtió en cisne era capaz de leer el cuento sobre el patito feo que se convirtió en cisne. Los míos sí. Cuatro patos lectores en la plaza de Paloquemao.
Basta de lágrimas. Dejamos de extrañar a los patos con la siguiente tanda de huevos; aunque un día los huevos mismos fueron insuficientes. ¿Y ahora? ¿Vender las gallinas? Imposible. Matemos una. ¿Pero cómo? Yo le digo cómo. En la esquina de la casa se plantaba Mercedes, Merceditas, la viejita de los aguacates y los mamoncillos y las frutas malas que botaban en Paloquemao -donde algunos patos sabían leer-. Mercedes, Merceditas, campesina morena y recia, de trenzas blancas, negras, blancas con negro, saco azul y delantal. Mercedes, Merceditas, mamá de Inés, abuela de dos muchachitos. Mercedes, Merceditas, la que quería a papá por comprarle aguacates sin pedir rebaja y a mamá porque, cuando se enloquecía, le regalaba a Inés y a los niños toda nuestra ropa. Mercedes, Merceditas, la que me llamaba niña carlitas, porque la hija de Don Carlos es muy hija de su papá. Mercedes, Merceditas, no me diga niña carlitas. Como sumercé diga, niña carlitas.
Mercedes, Merceditas, sabía matar gallinas. Deje mija que yo voy el jueves y le enseño cómo es que siace. Y así fue. Mercedes, Merceditas, llegó a las cinco de la tarde, cuando el sol escaseaba en el patio y las gallinas se adormilaban. Pasó derecho por la cocina, salió al patio, entró al solar. El cuento, mija, es muy sencillo. Vusté elige gallina y la deja tomar confianza; la corretea por todo el patio y la agarra endespués con fuerza. Dígale al chino que aliste cuerda pa amarrarle muy bien las patas y con el animal dominado sumercé le tuerce el pescuezo. No me le vaya a dar pena ni se ponga vusté con cuentos, eso déle con enjundia que así le sabe más güeno. Deja la gallina muerta, le reza tres padres nuestros, alista el platón con agua, uno grande y que esté hirviendo. Busté le suelta las patas, agarra el animalejo, lo dentra en agua caliente y deja que afloje el cuero. Le va quitando las plumas, con maña y sin tanto agüero y toitico pelaito lo abre y saca los huevos. ¡Límpiele bien la sangre! ¡Desprésela poai derecho! ¿Sí ve que no tiene ciencia? ¿Vusté no se crió con eso?
Parecía echando un conjuro, una bruja en un aquelarre. Mercedes Merceditas con gorro de bruja y nariz de bruja y cucharón de bruja. Mercedes Merceditas con una escoba Mercedes Benz. Ese día mataron una y cada tanto mataban otra. Mercedes no volvió pero mamá siguió el ritual. Otras cinco, otras diez, otras quince, otras veinte. Otras y otras hasta que fueron treinta y nueve. Sancochos, ajiacos, sudados, gallinas criollas. Suculentos platos con gallinas letradas y estudiosas, que habrían podido leer de corrido “Las mil y un recetas colombianas con gallina”. Y comimos -¡vaya si comimos!- con gusto y pésame todo ese desfile de carne colegial.
Llegó el día en que sólo quedaría otra para el último ritual. Siempre jueves, a las cinco, mamá correteó la gallina y la agarró como una experta. Mi hermano la ató de las patas, ambos la aseguraron bien. Mamá le torció el pescuezo y la soltó un poco después. Entre los tres la desplumamos, la limpiamos, la rajamos. Sin más, sin dolor, por costumbre. Una parte de nosotros fue su infierno y fue su cielo. ¿A dónde van las gallinas cuando mueren? Al estómago de los comensales. Entre todos devoramos las letras, los sonidos, mi mamá me mima mucho yo amo a mi mamá. Tragarse las palabras -¿pudo ser más literal?-
Para cuando matamos la gallina cuarenta algo en nosotros había cambiado. Yo no daba más clases, jugaba sola al correo, y mamá no cocinaba tanto porque se enloquecía más seguido. Mercedes Merceditas dejó de vender a diario y mi papá compraba aguacates pidiendo alguna rebaja. Los corrales se los comió el óxido y la mugre hasta que un día la inercia no dio más y los quitamos. Volvimos a comer huevos, de una yema, cada dos días. No hubo más sancochos ni sudados. Si las gallinas vivieran, aquí leerían FIN.
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Zoom in

Microscopios para atravesar las capas de lo aparente y observar objetos diminutos. Telescopios para hacer real al ojo la vastedad del universo. Cámaras de veintenas de megapixeles para fijar en el recuerdo las cosas lejanas. Televisores en alta definición para ver hasta la más mínima gota de sudor de un jugador de fútbol. Gafas en 3D para simular que el cine también se puede tocar. Satélites para pisar calles a todo color sin nunca salir de casa. Máquinas de rayos X para rastrear el contenido de los equipajes. Ojos biónicos para las personas ciegas de nacimiento. Superhéroes para soñar con sentidos amplificados.
Desde los chinos del Siglo X que ajustaban el mundo a la incoherencia de los ojos con un par de lentes ajustados a dos aros de madera, desde Roger Bacon y los italianos y el S. XIX que corrigió el astigmatismo, desde las operaciones LASIK con cuchilla y el láser de femtosegundo, hemos cortado, pulido, inventado para acercar lo lejano y atravesar lo cercano. Hemos ampliado, ampliado y ampliado. Somos la generación zoom in.
Pero un día amplifiqué tanto el mundo que se pixeló.
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E. Efe Pe. Teeee, ooooo, zeeeeta. No alcanzo a leer más. Ahora así. Ele, pe, e, de. Peeee… eeee, ¿de? Ahora con éste. Y éste. Con este ves mejor o con el anterior. Con este. Y con este o con este. Con ese. ¿Y entre este y el primero? Con este. Muy bien, ahora pasemos a la máquina -porque también hay máquinas para que un ojo vea dentro de otro ojo-. Mira la luz. Abre bien el ojo, pon la quijada ahí abajo y pega bien la frente. Eeeeso. No cierres no cierres no cierres. Mira la luz azul. Abre bien. Mírame detrás de la oreja. Aquí, eso. Ahora aaaaquí. Muy bien.
Ven por acá pasamos a explicarte lo que pasa. Pasamos porque todos, médicos, odontólogos, optómetras, fisioterapeutas, neurólogos, psiquiatras, todos todos nos hablan desde la primera persona del plural. Se involucran. Sienten nuestros males. Zoom in, zoom in, zoom in. Y entonces sacan un modelo a escala: un ojo de cerámica que nos permite ver cómo es el ojo humano gracias a un zoom in hecho entre ciencia y artesanía.
Lo que tenemos es una miopía de menos cinco ya prácticamente estable. Pero si vemos aquí, esto es la córnea y la tenemos desviada. Si vemos acá se ve curva y en la foto que tomamos encontramos que la tenemos como un cono. ¿Nos estamos aplicando las lagrimitas? Sí señor. Es que esa forma de cono nos genera un astigmatismo no corregible con gafas. ¿Queremos gafitas o lentes? Gafas. Este enrojecimiento que tenemos es por no parpadear bien y por alergias y por el computador -y, en fin, por el mundo-. ¿Nos estamos aplicando el antiinflamatorio? Sí señor. ¿Estamos usando el computador a la altura debida? Sí señor. Esos vasitos los podemos disparar con láser y desaparecen, eso es porque no nos hemos hecho caso. Y pues como te decía, la miopía la tenemos bastante estable. Yo creería que ya nos podríamos operar. Si nos decidimos podemos ordenar unos exámenes de córnea y listo.
Operarnos. Operarme. Ver bien. Todo el tiempo. Ver la nitidez de las grietas en el techo todos los días al abrir los ojos y los detalles de la lámpara que mi abuelo ganó en una partida de ajedrez cada vez que tenga insomnio y las diferentes caras de la gente por la calle, las de ojos salidos, las de ojos hundidos, las redondas, las mofletudas, las delgadas, las ovaladas, las de narices chatas, las de narices con las que se podría hacer un remake de Tiburón, y los dientes blancos de la gente linda y los dientes chuecos de la gente del mundo y los amarillos de los que toman tinto y el bling bling de Madonna en el televisor y el televisor brillante a todo color y los subtítulos de las películas y los números de las sillas en el cine cuando ya han empezado los cortos y el piso y las escaleras y las rutas de Transmilenio y los letreros de los buses y los taxis que van libres y los taxis que van ocupados y los carros que vienen a un metro, a diez metros, a dos cuadras, y la gente conocida que hace cara de tons qué y la gente desconocida que parece familiar y la gente que es amiga de un primo del exnovio de una tía del hermano de un sobrino de una amiga del colegio de A y a este que lo he visto en Twitter y a aquella que vi en un concierto y los conciertos desde el gallinero, el palco, la platea, y la gente de bien, la gente divinamente, y los agentes del mal -que a veces son la misma gente de bien- y la comida y los colores de la comida y los detalles de la comida y no confundir una oliva picada con un pepino picado y el menú y los letreros y el precio de las cosas y la propia cara en el espejo y las pecas y el broche de los zapatos y el detalle de los vestidos y el mundo más pequeño, más lejano,  y ver las letras pequeñitas del computador cada vez que escriba, y la hoja en blanco cada vez más blanca y brillante, y la velocidad de la barrita que titila y titila, esperando a que uno escriba, cada vez más lenta.
Volver a la nitidez del mundo que se me negó a los ocho años cuando perdía las evaluaciones de matemáticas porque aquello no era una suma sino una división y el tablero era blanco y acrílico y reflejaba el bombillo de las clases de siete de la mañana. Ver bien después de aquella promesa vacía de tener que usar gafas durante la infancia y la adolescencia temprana porque si usamos las gafitas a los dieciséis ya no las vamos a tener que usar. Nos habremos curado como el ciego de Jericó. Pero no nos curamos. Nunca ocurrió el milagro favorito de las novelas mexicanas -doctor, puedo ver, Virgencita de Guadalupe, puedo ver a mi niño-. Y como desde los catorce advertía el engaño, fui dejando de a pocos el artilugio de los chinos del siglo X.
¿Por qué las dejé? Porque el ojo es un músculo que se entrena sin usar las gafas. Porque me caía por ahí y quebraba las gafas cada dos meses. Porque con ellas no podía practicar capoeira -y sin ellas tampoco-. Por vanidad. Porque me crecían unas ojeras tremendas que descubría en las fotos 3×4 fondo blanco. Porque no volví a ver televisión. Porque dejé de tomar apuntes en las clases. Porque no me gustaba encontrarme a la gente. Por timidez. Porque de tanto dar zoom in a la fuerza el mundo se pixeló.
Hubo también, no lo niego, algo de riesgo. El mismo que nos encanta en forma de viento frío dando sobre la cara cuando vamos en una moto a toda velocidad, cuando cruzamos la calle sin fijarnos si viene un carro o, en fin, cuando hacemos algo por euforia a pesar del miedo. Soporté tomar el bus equivocado hasta llegar a zonas desconocidas porque aún consciente de mi error la pena no me dejaba bajarme. Me acerqué a las mesas de las personas equivocadas siempre con cara  de sé quién eres, sé que me esperas, te reconozco. Pedí en los cafés bebidas cuyo precio no alcanzaba a ver -ni a pagar-. Anduve por ahí, como el tango, a media luz.
¿Y cómo es que, pese a esto, me obstiné en abandonar una parte del universo de posibilidades de la generación zoom in? Porque ver borroso es también una forma de extrañar el mundo.
A menudo uso las gafas sólo en casa, cuando estoy frente al computador o cuando cocino: el remanente humano evolutivo de la necesidad de ver lo que se hace. Pero al salir vuelve todo a la normalidad. Los conocidos son conocidos porque reconozco la gama de colores a lo lejos y su forma de caminar. Los buses sirven o no según los colores. Las calles me gustan o no según los contornos. Miro los rostros de frente y sin pudor porque siento que en realidad no los veo. La posibilidad de ver bien todo el tiempo me asusta.
Las noches desde aquí son un cuadro oscuro cubierto de una luz amarillenta que parece humo. Desde hace tiempo el autobús llega al Auditorium pasando por los puentes de la Calle 26. El Auditorium de Roma y la Calle 26 de Bogotá. Los puentes no tienen nada del otro mundo: no son el hoyo negro ni la promesa cuántica de viajar en el tiempo espacio. Son los puentes de Ponte Fiume en Roma que sin gafas se transforman en la versión impresionista de los puentes de la Calle 26. También veo gente que se parece a otra que en realidad no se parece en nada. Veo sensaciones; impresiones que las cosas que conozco van dejando en mí. A veces para extrañar es necesario alejarse. A veces para enfocar hay que dar zoom out.

 

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Papá

Por años la ciencia ha querido intervenir el incierto futuro. Hoy no sólo es posible saber el sexo ganador en una carrera de espermatozoides, sino prever el color de sus ojos y las enfermedades que ha de padecer. Armados con las técnicas de la razón procuraremos modificar el entorno social lo suficiente para que el misterioso lenguaje genético se manifieste de la manera más armónica. La selección natural llevada a su perfección en búsqueda de un hijo para cada padre sin que logremos entender lo que no tiene elección: la asignación de un padre para cada hijo. Descubrimos, entonces, algo afortunado en lo azaroso. Algunos lo llamarán un regalo de los astros, la genética o la voluntad de Dios: formas de decirnos que quizás no estamos solos y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros.