Cuando yo nací, Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que “esto era un potrero” o “aquí quedaba una laguna” y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban […]