Nunca vi el cuerpo muerto de mi hermano. En el anfiteatro vi tres fotografías de cuerpos muertos que no eran él. Escuché descripciones de cuerpos muertos que no eran él. Leí su carta dental, el relato objetivo de un fragmento del cuerpo que ya no era él, pero nunca el análisis de DNA que confirmaba (dicen) el parentesco entre su cuerpo muerto y mi cuerpo vivo. Vi la bolsa negra y sellada que prometía contener el cuerpo muerto que sí era él y que, sin embargo, ya no era el cuerpo de Ricardo Ruiz en su disposición biológica natural: seis aparatos, nueve sistemas, veintiún órganos, cuatro tipos de tejidos, millones de células, billones de moléculas; una topografía de 46 regiones distribuidas como se muestra en las láminas de anatomía. En su lugar (dicen) quedó algo: un cuerpo con menos regiones, o menos tejidos, o menos órganos. Un cuerpo puesto de otro modo, tal vez compacto, tal vez fragmentado. Un cuerpo con lesiones externas o sin ellas. Con hemorragias capilares o sin ellas. Rotura de aorta, quizás. Embolia aérea, blast ocular, o abdominal, o cerebral, o auditivo, o generalizado. Lesiones mecánicas, seguro sí. Lesiones térmicas, tal vez. Un cuerpo sin huellas ni señas particulares capaces de decir «yo soy». Soy Ricardo Andrés Ruiz Borja: los huesos largos de mi madre, las orejas grandes de las bromas, la boca menuda de un padre que supongo, los dedos de las manos escamados de ansiedad. Los pies largos como pocos, la barba incipiente, el pelo negrísimo, los codos rasposos, el tronco con su mancha de costado. El cuerpo importa cuando mueres: cuenta el relato de las formas en que todo acaba. ¿Qué pasó el 16 de abril de 2006 a las 12:13 minutos? ¿Qué viste y cómo lo viste? ¿Estabas de frente o de espaldas? Ante el cuerpo ausente la muerte es todavía un acto mágico, la metáfora que no resuelve las preguntas esenciales de modo y lugar. No podemos prescindir de la conciencia del cuerpo, no hay imaginación que abarque el fin. No hay manera de aceptarlo: cada quien necesita una catedral en llamas.