El 16 de abril de 2006, Ricardo tenía la resaca viva. En los últimos dos días había dormido poco, una o dos horas tirado en un sofá pequeño que le dejaba las piernas larguísimas por fuera, se había emborrachado con licor barato, había reído y cantado con fuerza “Resistiré” en la voz de Los Muertos de Cristo, había celebrado, por lo alto, su cumpleaños veintiuno. A la mañana del domingo de resurrección tomó prestada la chaqueta de su amigo Santiago, una cazadora Denim claro llena de parches de sus bandas favoritas, ganchos, un escudo anarquista. Se ajustó las botas, se despidió de “Santo” —se rieron porque esa noche se habían librado de terminar en la UPJ— y se fue. A las 11:30, quizás más tarde, llegó a su casa en el Santa Fe. Abrió la puerta, saludó a su prima Angélica, y siguió derecho a la cocina. Abrió la nevera, sacó la leche, se sirvió un vaso que bebió de un tajo —como los tragos de “chirrinchi” de la noche anterior—, caminó a la sala, descolgó el teléfono de disco y marcó. Esperó en la línea hasta que la voz de una mujer mayor lo saludó del otro lado. “Ricardito, cómo estás”. Conversó breve.
—Doña Gloria, dígale a Alejandro que ya voy —dijo antes de colgar.
Tomó una bolsa blanca que reposaba en el cuarto casi vacío donde a veces trabajaba en sus cosas, se cambió la chaqueta, y largó una despedida.
—No me demoro. Ahorita vengo.
Pero no volvió.
Suponemos que caminó tres cuadras por la calle 22, que atravesó el parque de la carrera 17, que siguió por el giro diagonal que da la misma calle, que timbró en el 201 y esperó a que alguien abriera la puerta. Suponemos que subió en su compañía y que ya dentro del apartamento se saludó con todos: con sus amigos Alejandro, Vi, Jennifer; con José, el ecuatoriano que vivía en el apartamento de Alejandro y sus padres desde hacía pocos meses. Suponemos que doña Gloria y don Luis, padres de Alejandro, ya habían salido a misa. Suponemos que charló un rato. Suponemos que se asomó a la ventana y vio a su amigo “Skippy” haciendo muecas desde el parque para llamar su atención. Pero no tenemos cómo suponer más. Suponemos que en algún momento el vacío lo sorprendió y, entonces, tal vez lo supo. Suponemos que vio su vida entera pasar o que no la vio en absoluto. Suponemos que todo se hizo oscuro para siempre.
***
En junio recibimos su cuerpo —por fin— después de largas visitas al anfiteatro, de revisar álbumes con fotografías de hombres inertes que no eran él, de visitar a su odontólogo para pedir la cartografía de sus dientes pequeños y filosos, de descartar pieles por blancas o tatuadas, de dejar que me pincharan para escarbar en nuestra cadena de ADN. Nos entregaron una bolsa negra y hermética en la que, suponíamos sin querer, estaba él. El funeral se hizo al día siguiente con una misa sencilla y pocos familiares. Confiamos la bolsa negra a una bóveda del Cementerio Central que sellaron con cemento y una capa blanca de pintura, y sobre la que mi tía Graciela, tiempo después, consignó una vez más su promesa: “Mientras yo viva nunca te faltarán flores”.
En el documental El baile rojo sobre el genocidio de la Unión Patriótica, Gloria Mancilla, esposa de Miguel Ángel Díaz, dirigente sindical desaparecido, dice: “Yo le pregunté a un compañero que le desaparecieron su hijo si él pensaba cada noche qué había pasado con su hijo como yo pensaba cada noche qué había pasado con Miguel Ángel. Y realmente, de alguna manera, me arrepentí de haberle hecho esa pregunta por la respuesta que me dio, que fue muy dolorosa. Me dijo: ‘Gloria, llevo mil ciento siete noches pensando en mil ciento siete muertes diferentes de mi hijo’”.
Nuestras noches no fueron distintas; barajábamos infinitas variaciones de un “¿Y si?”. ¿Y si Ricardo hacía parte de una milicia guerrillera? ¿Y si cayó engañado? ¿Y si estaba vivo? Los hechos, como se nos presentaban, nos parecían insuficientes. Creíamos —queríamos creer— que las cosas tenían un doblez, un as bajo la manga, algo que pudiera salvar a Ricardo no sólo del olvido y la ausencia, sino de la oscuridad que se le imponía. Construíamos santos que no eran él. Abríamos la puerta al monstruo que tampoco era él. Buscábamos en sueños respuestas y realidades que ni siquiera sabíamos posibles. Y al fin, cuando la incertidumbre ocupó entero su lugar, amurallamos el dolor y tratamos de seguir con nuestras vidas.