—Eso salió en los periódicos. ¿Por qué no busca en Gúglor? No sé, yo no sé mucho de sistemas, ¿sí? Pero, por ejemplo, si usted pone “toro mata en ascensor”, ahí de pronto le sale…
Es 2014. Han pasado veinte años y Ernesto Alfaro sigue diciendo que estuvo ahí. Sigue diciendo que estuvo ahí, pero no que lo vio. A veces dice que lo vio, pero solo si le preguntan directamente si lo vio y si no sintió miedo. Entonces dice sí, que lo vio y que fue terrible, porque imagínese usted cómo iba a reaccionar la gente al ver a un toro por la calle.
Dice que el gentío corrió y que él se escondió, aunque no se detiene en la intimidad del recuerdo. A veces manotea y hace planos con los dedos, como el niño que al declamar un poema dibuja un corazón en el aire para hablar del amor. Como memoria carece de la contundencia del yo, salvo cuando se pregunta cómo es que viene una persona a morir así, “¡cor-ne-a-da-en-un-ascen-sor!”, y recuerda que él mismo, un día mientras entrenaba marcha, se encontró de frente a un caballo, que lo pateó.
—Me rompió todo este músculo de aquí —y se toca el brazo menudo—. No me refiero al hueso, pero sí me rompió todo el músculo. Me hospitalizaron, ¿sí? Entonces se pregunta uno cómo este señor viene a morir ahí.
No se lo pregunta con asombro. En cambio cuando piensa en el caballo abre como platos los ojos profundamente oscuros. En el fondo lo que no puede creer es que la vida lo haya enfrentado a él, con su contoneo femenino y ridículo de marchista profesional, a un animal tan noble y altivo.
El toro, para Ernesto Alfaro, es lo de menos.
—Yo supe después que los toros venían por allá… ¿sí? En los periódicos, porque eso salió en los periódicos, ¿sí? Yo vi cuando el toro entró ahí, pues, al edificio… Y después, cuando salió el toro, pues yo nunca me imaginé, ¿sí? Sino que ya después la gente empezó “¡Ay, que una ambulancia, que una ambulancia! ¡Que un médico, que un médico!”. Entonces ya me acerqué a mirar y alcancé a ver al hombre ahí tendido en el ascensor. Luego llegó la Policía, después vino la ambulancia, después lo llevaron…
—¿Y el toro?
—A él lo lazaron y se lo llevaron, ¿sí?
Ernesto Alfaro lanza datos que van más allá de su frontera de testigo, y que mezcla con anécdotas personales y reflexiones anodinas sobre lo extraña que es la vida y sus azares. Porque la vida tiene que ser muy rara para permitir que un hombre y un toro se encuentren en el momento exacto en que el ascensor abre sus puertas o que a un atleta promisorio lo arrolle un caballo y no un auto. La vida tiene que ser muy rara, se dice, para que el hombre del ascensor esté muerto y nuestro atleta vivo. “La vida tiene que ser muy rara”, insiste, como confirmando una verdad etérea a la que su acompañante —un hombre moreno con cara de tótem— asiente con la devoción de los discípulos.
—Si yo no me equivoco, eso fue un viernes, ¿sí? Eso fue un viernes tipo… tipo once de la mañana, diez de la mañana. Venía un camión por ahí por la Primera con Caracas, por la calle Primera. Eran toros de lidia… y el camión se volcó. A lo que se volcó, pues claro, los animales rompieron la cosa de madera y se volaron todos. Y parece que eran toros bravos, ¿eh? Porque eran de lidia. Todo el mundo empezó a lazar ganado por toda parte, y este parece que fue el que más lejos vino. Él vino a conocer el centro de la ciudad —y sonríe con la sorna tierna de los chistes de abuelo—.
Sabe decir con certeza que el toro entró en un edificio de la calle Doce, junto al Murillo Toro.
–¡El Murillo Toro! Mire usted la coincidencia…
El edificio de la calle Doce está junto a un café, y tiene una puerta “así grande” y al fondo un ascensor. Al decir “así grande” abre los brazos lo suficiente para que quepa un toro, y para hacerme ver el ascensor del fondo señala en frente y dibuja una caja larga con los dedos.
—Ahí fue.
Lo sabe porque conoce y ha vivido en el centro “desde pequeño”; porque entonces trabajaba allí, en el Banco Central Hipotecario; porque ha caminado mucho La Candelaria, y el centro, y toda Bogotá, entrenando, marchando, andando… como ese día que el caballo lo pateó. Aunque eso no fue en el centro sino en la vía a Guaymaral, una de las autopistas de la ciudad en las que entrenaba cinco horas diarias —muestra la mano con sus cinco dedos y repite c i n c o—. Por eso estuvo en los Olímpicos, aunque no en el año de la patada del caballo, porque algo tan simple pero contundente lo dejó fuera de forma. Ernesto Alfaro habla y habla y cada vez se aleja de ese centro de la calle Doce donde hay un toro y un hombre sin capote. Ernesto Alfaro se aleja de ese centro para adentrarse al centro que es él mismo, como si quisiera robar de un hecho insólito un par de minutos para volver los focos sobre sí y publicitar su propia vida; como si ser el extra de algunas circunstancias determinantes nos hiciera ya protagonistas.
Entonces lo traigo de vuelta para que me señale el edificio.
—Ahí fue.
En la Carrera Séptima 12-25, Edificio Santodomingo, está la Puerta Grande —más bien angosta, pero suficientemente ancha para recibir a un toro—. Al fondo, la cajita que Alfaro dibujó con sus dedos.
—Eso no fue acá.
—¿Está segura?
—Claro. He sido portera de este edificio por más de treinta años. Eso sí pasó, pero no acá. Yo vi la noticia. Ocurrió hace más de 25 años por el Centro Internacional.
Siento, no sé por qué, que Ernesto Alfaro me ve y sonríe desde algún café vecino.
***
Dicen que hace años, en Bogotá, un toro escapó de un camión, llegó al centro, entró a un edificio y mató al único hombre que bajaba en el ascensor. Dicen que la noticia ocupó páginas enteras de periódicos, que el extra fue transmitido por radio y que hubo nota especial, esa misma noche, por televisión. Dicen que fue entre semana, quizás un viernes, antes del mediodía. Dicen que el hombre embestido murió de manera instantánea. Dicen que fue hace veinte, treinta, cuarenta años. Versiones hay muchas: en la década del setenta, del ochenta o del noventa su fantasma traza una cartografía del centro de Bogotá: el toro sale de la calle 13, cruza la Décima y se enfila hacia la 12 con octava. Vacila y se devuelve a la Décima, corre por la mitad de la vía hasta la Calle 19, dobla a la derecha y se mete a un edificio de la cuarta. Luego tuerce el camino hasta la Séptima por donde llega derecho a la Torre Colpatria. Puede ser ese su destino, aunque no todavía. Sigue hasta el Centro Internacional, el Hotel Tequendama, los muchos edificios de la zona. E incluso, si se le antoja, puede entrar a un teatro. Dicen que el animal era una triste res que buscaba la fama antes de ser descuartizada en el matadero. Paradójico: en Bogotá llamamos famas a las carnicerías. Dicen que el toro del ascensor era un ejemplar de casta, criado con esmero en los pastizales naturales y campos abiertos de las fincas ganaderas de Cundinamarca o los Llanos para deleite posterior del más refinado público taurino.
Dicen tantas cosas, que no hemos dejado de perseguirlo.
***
En 1978, Luisa Luquerna es adolescente y muere de amor por Julio Iglesias. Le gusta su voz vibrante de giros seductores, la piel trigueña y la sonrisa perfecta que luce cuando canta. Ya tiene cinco discos, comprados uno por año gracias a los bocadillos que vende clandestinamente en el colegio. Cada tarde los discos dan vueltas en la radiola roja de su tío Carlos. En las tapas, Julio Iglesias la mira fijamente y le sonríe de medio lado. A Luisa se le mete en la cabeza la idea de tener su propia radiola: una cajita musical con la voz del ídolo que pueda sonar sin pedir permiso. “Acuérdate de Aaaacapuuulco, de aquellas noooches, Maaaaría Boniiita, Maaaría del almaaaa…”.
En la carrera 24, al norte de la calle 13, hay un desfile de relojerías. En las fachadas un reloj pintado marca las 10:10; en las vitrinas, en cambio, los aparatos dicen que es mediodía. Luisa camina con su madre y su hermana por entre compradores de juguetes, vendedores de lechona y habitantes de la calle. Casi todos repiten como un mantra “qué busca, qué busca, qué busca”. Es un día soleado. Luisa responde al mantra con “quiero una radiola”. Ya han pasado sin éxito por San Andresito de la 38 y los pies sometidos a unos zapatos de cuero le palpitan. En los locales de la calle 13 con 24 descubren una por fin. Es gris, tiene contornos de madera falsa, cuatro botones -los de sintonizar la radio y los del tocadiscos-, una manija de maletín y la inscripción “SANYO” en letras plateadas.
Las tres mujeres, pendientes de los raponeros, agarran por turnos la radiola envuelta en periódico. Cruzan la trece y a una cuadra de la Estación de la Sabana se plantan a esperar el bus. “Sentí un griterío. Entonces lo vi: era un toro rojo”. Es la segunda vez que Luisa Luquerna ve uno.
—Había un camión con reses parqueado ahí en la calle 13 con la puerta de atrás entreabierta. Era un camión viejo, de reja de madera; no como los camiones grandes y cerrados en los que llevaban a los toros de lidia. Lo sé porque de pequeña vi uno. Me lo mostró un primo, que casi fue torero.
—¿Y qué hicieron?
—Nos lanzamos a la mitad de la vía y ahí fue cuando le vi esos cachos cuuuurvos —en cuuurvos ablanda la voz y hace temblar los dientes—.
Desde el camión, dos reses grises miraban con beatitud la estampida de gente que venía a embestirlas; a lo lejos, un animalote “bien rojo” corría entre los carros sin la altivez que da la casta. La muchedumbre lanzaba gritos incomprensibles. “Toro. Camión. Muchos. Uno solo. Hay más. Hagan algo”, habría escrito alguien en un telegrama.
—”Luisa, no-se-acerque-más. ¿ESTÁ LOCA? Vámonos, ¡ese animal nos va a matar!”, me decía mi hermana. Y corríamos y corríamos pero las cuadras se hacían laaaargas y laaaargas. Mi mamá iba ahogada. Sonia sí pegaba unas zancadas… casi se echa al hombro a mi mamá.
La turbamulta corría en dirección al toro con la seguridad de la lejanía y la idea fija de atraparlo. La mejor defensa es el ataque, dicen en el fútbol, aunque casi todo ataque temeroso sea errático. Ellas no se quedaron atrás. Por instinto corrieron en el mismo sentido; les pareció que las bodegas eran resguardo seguro. “Llegamos por fin a la carrera 21, por una de las entradas de los locales, y oímos cómo chirriaban las rejas de los almacenes que cerraban”. Ahora las relojerías sólo mostraban su 10:10 pintado.
Adentro todos se miraban en silencio como reses que viajaran en un camión hacia la última parada. Luisa se aferraba a la radiola como si en ella encontrara protección; su hermana maldecía a Julio Iglesias, que las tenía en esas; y la madre olvidaba por completo que debía volver a Las Aguas a atender un almacén. Tras las rejas los relojes daban la hora justa. Cuando el bullicio fue el rumor de la resaca, vinieron las especulaciones: “no hay de qué preocuparse. Ya lo atraparon”; “no se fíen, como que se salieron más”. Lo cierto es que ellas vieron un único toro: el rojo.
“Es un día cualquiera, de un mes indefinido, de algún año en la década de los setenta. Un camión transporta reses hacia el matadero de la calle trece en Bogotá. De pronto el automotor se vuelca y vacas y toros emprenden la huida a una velocidad cercana a los cien kilómetros por hora. Uno de los toros ingresa al edificio El Campo, en la calle doce con carrera octava (la otra versión dice que entró al Hotel Tequendama) y embiste al pobre parroquiano que sale del ascensor”, escriben Eduardo Arias y Olga Lozano en el libro Colombiano es….
Daniel Samper Pizano recuerda que el episodio del toro en el ascensor fue en el Edificio Lara, en la Avenida Jiménez con carrera 13, justo a donde fueron a dar las tres mujeres. Pero Luisa no duda en afirmar que aquella vez el arrojo del toro no pasó a mayores. “Dejamos con desconfianza el escondite y corrimos hacia la Jiménez. Llegamos sin aire y completamente pálidas. Eso sí, nunca vimos sangre ni heridos ni muertos a nuestro paso”.
Los periodistas Jaime Monsalve y Juan Pablo Calvas persiguen al toro de la década del setenta. El editor general de El Espectador y por muchos años periodista judicial, Jorge Cardona, sujeta al animal con la misma cuerda: la historia, que la escuchó de boca de un magistrado, 25 años atrás, ocurrió en algún año de la década del setenta. Lo cierto es que ni él ni ninguno de sus estudiantes lograron encontrar registro de la noticia, expedientes o protagonistas. El escritor Andrés Ospina reparte sus opciones: “diría que fue a finales de la década del setenta, pero en el Edificio Bachué; aunque, la verdad, no creo que haya pasado”.
—¿Estás segura de que fue en el 78 y no, digamos, en 1980?
— Noo, no creo. Eso fue antes de que mi hermana tuviera su primera hija, que nació precisamente en el 80. No, estoy segura: fue en 1978, el día que compré la radiola para escuchar los discos de Julio Iglesias.
***
“1984” —como el libro de Orwell—.
Hay tres cosas inolvidables para Rafael Noguera en el 84: las noches frente al televisor con Jorge y Francisco, sus compañeros de apartamento, las películas en el Teatro Almirante y las hamburguesas El Chiquito después de las películas. “Tengo muy claro ese año”.
Rafael sabe del toro en el ascensor. Es la primera persona que conozco que afirma haber visto la noticia en televisión. “Fue en el Noticiero Nacional, incluso hicieron un mapa en computador, lo que se podía, de su recorrido”. No recuerda particularmente que fueran toros de lidia y vuelve sobre la versión de las reses rumbo al matadero. Busca en la maraña de sus recuerdos y bota un par de datos: “por el edificio de los juzgados; Décima con 13”.
—1984. ¿Está seguro?
A vuelta de correo tengo una copia suya con los horarios de todos los programas de la época. Está dispuesto a entregarse a la clínica Monserrat si no llega a ser ese año y hace todo para demostrarlo. Le pregunto por los noticieros del 84 para confirmar su versión.
—Estaban TV HOY, 24 Horas y no sé si el Noticiero de las Siete. De ese no estoy seguro y no sé si para esa época ya se había acabado Lambicolor. Probablemente sí (boto datos de viejo).
—Si fue el Noticiero Nacional, no pudo ser antes del 84. Su primera emisión fue en enero de ese mismo año.
—Tuvo que ser antes de que encontraran el avión de Bateman —dice para sí—: mis dos compañeros de apartamento eran hijos del piloto. Eso nos cambió la vida.
El 23 de abril de 1983, la avioneta monomotor Piper PA 28 HK2139P se accidentó en las inmediaciones del monte Kitankuntiki en Panamá. En el vuelo iban los guerrilleros del M-19 Jaime Bateman, Nelly Vivas y Conrado Marín. El piloto de la aeronave era el conservador Antonio Escobar Bravo, padre de los amigos de Noguera. Luego de nueve meses de incertidumbre, sus cuerpos fueron hallados. “Veía yo con Jorge Escobar el noticiero 24 Horas y como primicia tenían… los restos de su padre”. Era el 2 de febrero de 1984. Rafael Noguera sabe del toro en el ascensor porque todas las noches, hasta ese día, él y sus dos amigos tuvieron un mismo ritual: sentarse a ver las noticias a la espera de un extra que les devolviera a su padre.
“El toro se lanzó sobre el pavimento y como una quilla separaba la estela humana. Volteó sobre la décima y se metió en un edificio. El portero corrió desesperado buscando una barrera para protegerse. El toro quedó solo frente al ascensor. Los números luminosos anunciaban 4-3-2-1. La puerta se abrió. Venía un solo hombre. Muerte instantánea”. Eso escribió el profesor Rodrigo Argüello en Ciudad gótica, esperpéntica y mediática. El texto original hace parte de una ponencia del profesor Argüello para el 46 Congreso Internacional de Americanistas de enero de 1988. El dato cerca las posibilidades: si Noguera tiene razón, el episodio ocurrió entre el 84 y el 87.
Entre la Décima con trece de Rafael Noguera y el Edificio Lara de Samper Pizano, hay apenas tres cuadras; tres largas cuadras que van de la Décima del relato de Argüello hasta la Avenida Jiménez con carrera 13 del Lara. Ese es el punto justo donde la avenida se transforma en la calle 13: la línea recta por la que corrió el toro rojo que vio Luisa en el 78 y que conduce al antiguo Matadero Municipal.
La Décima es la vía del caos. Robos, luces de neón, buses a todos los barrios, perros callejeros, billares mixtos, almuerzo a seis mil, carros pasándose un semáforo en rojo, gente que no espera el semáforo en verde. En la Décima la ciudad es sin ningún pudor. Así que un toro que corre por ella no sólo es posible; también es simbólico.
***
Dicen que en el Edificio Lara asustan a media noche. Rumoran los celadores que escuchan el sonido de varias máquinas de escribir, que hay almas en pena que corren por los pasillos y que algunas, incluso, rondan las escaleras. “Aquí han pasado muchas cosas”. Un hombre que limpiaba los vidrios cayó del séptimo piso; mataron a un prestamista en su oficina, “por agiotista”; tuvo oficina el Doctor Roa, amante del licor y los disparos dentro del edificio; otros borrachos han rodado por las escaleras y muerto en el instante; y uno más perdió la noción del espacio y entró a la portería carro a bordo. “Aquí tuvo oficina el Doctor Matallana –secretea una señora–, el tinterillo que mató a más de 35. El tipo ni siquiera era abogado”.
Sí, el Edificio Lara tiene sus fantasmas escondidos en la foto desteñida de lo que fue. La entrada de cristal sobrevive entre los negocios de ropa barata y bisutería y el local de venta de caldo que los propios inquilinos del Lara han querido sacar desde hace cuarenta años. “Pero esa gente todo lo mueve con plata. ¿Por qué no escribe una crónica sobre eso?”. En frente del Lara resiste otro glorioso: el Edificio Colón. Ambas construcciones albergan diez pisos de oficinas entre despachos de abogados y firmas en liquidación. “Estamos tratando de modernizarnos”, dice desde su oficina la administradora mientras habla con un arrendatario extranjero.
“Sí, aquí pasó eso”, dice vehemente la portera. Su compañera lanza un largo “¿sí?” y levanta una ceja con incredulidad. “Sí, claro, aquí entró un toro y mató a un hombre en un ascensor”. La mujer es demasiado joven para tener certezas y lo suficiente para estar segura de tenerlas. Su voz, en cambio, mide el arrojo. Habla del episodio como quien repite un cuento que creyó enterito. “Aquí han pasado muchas cosas —parece ser el lema del edificio— y eso lo comentan entre los compañeros cuando uno llega”.
Por muchos años el Lara albergó las oficinas de Patrimonio Fílmico. “Ellos sí deben saber bien, hasta deben tener una foto”, confirma la portera. Rito Alberto, el subdirector de Patrimonio, no sabe nada preciso. “Como que sí pasó, algo he escuchado. Me parece que el toro venía en un camión de los Lara que parqueó en frente. Recuerde que ellos eran ganaderos”.
Quedan pocas oficinas ocupadas y menos por quienes las habitaron treinta años atrás. En la 1010 está Gastón, un abogado que la ocupa, a veces sí, a veces no. En la 610 está Omaira, de sesenta años y cuerpo minúsculo. “Yo estoy aquí desde el 92. No tengo idea del episodio, pero esa historia del toro está buenísima”, dice con una emoción que le pone a brillar el ojo de vidrio. En la 804 trabaja Marco Aurelio Morales Martínez, “su mano derecha en finca raíz”. Pasa el día entre documentos y las novelas de los canales nacionales. El sonido del televisor no le deja escuchar los golpes en la puerta. Marco Aurelio Morales Martínez llegó al Lara en 1984, pero no sabe del toro. “En todo caso, esa historia está buenísima”. Con un poco de paciencia atisba a decir que algo escuchó sobre un toro que atravesó la Décima. Pero es posible que MAMM (como se llama a sí mismo en su tarjeta) no haya sido testigo de los hechos porque por entonces no hacía más que viajar. “¡A Tierra Santa! No ve que soy de Viena, de Vienarriba de Boyacá”, y lanza una carcajada.
En la 318 queda el despacho del abogado Jairo Antonio Criales, que juzgo amante de las palmeras por las muchas que hay en su oficina. A Criales lo acompaña su esposa, que repite cada una de sus frases como en eco. “Sí, ¿a la orden?”, “Sí, ¿a la orden?”, “no, nunca la había escuchado”, “no, nunca la había escuchado”, “¿un toro en un ascensor?”, “¿un toro en un ascensor?”, “esa historia está buenísima”, “esa historia está buenísima”. Criales llegó al Lara desde el 71 y, aunque su físico no lo aparenta, es uno de los arrendatarios más antiguos.
Las oficinas 702 y 703 pertenecen a los hermanos López. Dos puertas zapote imponentemente cerradas me advierten que no hay señal de vida tras ellas. Desde el otro lado del corredor, una figura lánguida lo confirma. “Los López no están. Vuelva a las dos. ¿Para qué los necesita?”. El espectro camina hasta el ascensor donde la luz por fin le define un rostro de sepulturero.
—Llegó el ascensor, ¿baja?
Dentro somos él y yo a un lado, y cinco personas más del otro.
—¿Qué historia busca? ¿La muerte de Lara?
No sé cómo contarle lo del toro y el ascensor sin sentir que estamos dentro de la escena del crimen.
En la oficina de los López, a las dos, tampoco saben del toro. Ni los hermanos de Víctor López ni la asistente de los Montoya, de la 726. “Aquí han pasado muchas cosas”, dicen en coro. “Aunque esa historia del toro está buenísima”.
En la 321 tiene oficina la “doctora” Mirta Isabel. No sé si es Mirta o Milta o Milti o Mirti, hasta que confirmo en el tapiz de diplomas que sí es Mirta Isabel. En el fondo, metida en una oficina dentro de otra oficina, teclea con parsimonia cosas de abogado. Se ve demasiado lozana para haber sido jefe de Marco Aurelio Morales Martínez, el hombre de la 804. Mirta Isabel me recibe con una mezcla de incomodidad y amabilidad, que no le permite decidirse. “Eh. Sí. No. Yo no sé. Creo que sí. Pero aquí no. Sí. Aunque no aquí. Qué pena con usted. Espere le busco. No. No sabría decirle. La verdad no me acuerdo”. Tal vez por mi cara, dice de la nada: “Eso sí pasó, pero en la doce con octava”, y sigue escribiendo.
***
Todos los domingos llega al Parque de la Independencia un grupo con carteles antitaurinos. “Los toros no son arte ni cultura”, dice una voz gangosa filtrada por un megáfono. A veces el grupo es numeroso. Visten camisetas negras con el negativo blanco de un toro bañado en sangre. Comparten toldo con una delegación menos nutrida, cuyo líder permanece silente junto a una pancarta psicodélica que dice “OVNIS” y “Dios es extraterrestre”. Son raelianos. Los antitaurinos, preocupados más por este mundo que por las formas misteriosas de un Dios supraterrenal, ya han ganado algunas batallas. Desde hace un año, o más, no hay una sola corrida en la plaza de toros La Santamaría. Ahora la antigua construcción de ladrillo es escenario de miles de manifestaciones culturales y artísticas. Arte políticamente correcto.
En la década del ochenta, sin embargo, Bogotá era una ciudad taurina. Los domingos La Santamaría se engalanaba con carteles de lujo y toros de la más alta categoría, de ganaderías como Icuasuco de Raúl Jiménez, Felipe Rocha, Mondoñedo, “La Carolina” de Félix Rodríguez y Vistahermosa. Había corridas todo el tiempo: las de temporada, las de la Asociación de Cronistas Taurinos, las de la Cruz Roja… El 19 de febrero de 1985, por ejemplo, el toreo se convirtió en escenario de protesta. Arte políticamente comprometido, responden los taurinos. Ese martes en La Santamaría se hizo la corrida por la paz: una fiesta de toros y capotes en la que se concedió no matar un solo animal. El mensaje era claro: los taurinos protestaban contra el secuestro en Colombia, flagelo del que fueron víctima especialmente los ganaderos.
La ciudad estaba habituada a los toros, gustaba del espectáculo y lo pretendía. Pero nadie pensaría posible el escenario de un toro bravo corriendo por entre los bloques de edificios del Centro Internacional. Si la parte verídica de la historia tiene su origen en el destino fatal del toro que atraviesa la Décima o la calle 13 en su camino al matadero, el mito del toro en el ascensor nace en las corridas de La Santamaría. El músico Juan Andrés Rodríguez, hijo de esa década, arma su versión: “Sé que un domingo estaban en una corrida en la Santamaría y un toro se salió de la plaza. Creo que corrió hasta el Hotel Tequendama y allí mató a un hombre que bajaba en el ascensor. Lo leí en un libro hace tiempo, quizás me lo prestó Daniel Samper Ospina”. Ospina, hijo de Samper Pizano, se burla de su protagonismo en la historia: “La verdad no sé más que cualquiera, ni siquiera sé si pasó o es mito urbano”.
La famosa casa editorial de guías turísticas Lonely Planet escribe en el capítulo Bogotá de su guía de Colombia: “A propósito de toros, parece que también ellos valoran mucho el edificio. Algunas personas del lugar están dispuestas a jurar que recientemente un toro que escapó de la arena corrió por la Carrera 7, entró a la Torre Colpatria y embistió a algunas personas que salían del ascensor”. El toro escapa de nuevo hacia el Centro Internacional. El periodista Gustavo Gómez cuenta lo que escuchó de su mamá: un toro de lidia se escapó de un camión y mató a un hombre en el ascensor del Teatro Metro, en la calle 28 con carrera 13.
El periodista Adolfo Zableh escribió en El Tiempo en “Las muertes más absurdas de las que se tenga registro”: “ocurrió en el Edificio Bachué, en el centro de Bogotá, cuando un camión que llevaba toros de lidia rumbo a la Plaza de la Santamaría golpeó una de sus llantas traseras contra una roca que había saltado de una volqueta instantes antes”.
¿Qué hay del toro de ganado simple que tuerce el camino al matadero al toro de lidia que escapa de un camión o de la arena para enfrentarse anticipadamente al humano que lo espera? Algunas cuadras, sí, y también un universo de especulaciones. Todavía no hemos preguntado qué hay de un humano en traje de luces a un oficinista raso en corbata. Una pulsión vengativa hace que muchos de los antitaurinos disfruten cuando el toro de lidia se subleva y arremete contra el humano. Cada cornada es una victoria. “El medio es el mensaje”, dice Marshall McLuhan.
A diferencia del ganado común, el toro de lidia ha sido criado con esmero para enfrentarse en la arena a su oponente humano. Pero el toro del ascensor, el mítico, cede al trauma del accidente del camión y se adelanta al juicio. Los análisis neuroendocrinos demuestran que el toro es un animal especial, pues no reacciona como las otras razas vacunas. Puede que el toro de lidia sienta estrés al salir al ruedo, pero su temor furioso no se compara al de ser transportado en un camión. El científico español Carlos Illera lo explica con los debidos tecnicismos: “Los estudios alrededor de los medidores de estrés como la hormona adenohipofisaria (Acth) y las hormonas adrenales, tanto de la corteza como de la médula, revelan que el toro durante la lidia presenta menor liberación de Acth y cortisol que durante el periodo de transporte”.
Los datos anuncian probabilidades, pero no confirman lo inverosímil. Entre lo posible y lo increíble, entre lo simbólico fuera de su contexto, surge el mito. Aquello que se narra y que se vuelve de dominio público adquiere un estatus ambiguo: tanto el asombro de pensar en un toro bravo que corre por el centro de la ciudad y que llega a un edificio donde mata al único hombre que viene en el ascensor, como los detalles de la historia (el accidente, el camión que llevaba los toros para la corrida del domingo, la cercanía del edificio a la plaza de toros) que resisten las modificaciones del relato para explicar objetivamente “la realidad” de los hechos. El mito, dice Lévi-Strauss, deja de ser “una vaga expresión de sentimientos individuales o emociones populares”; es común, simbólico e institucionalizado. “Una conducta verbal codificada que conlleva, como lengua, maneras de clasificar, coordinar, agrupar y oponer los hechos, de captar a la vez semejanzas y desemejanzas, en resumen, de organizar la experiencia”.
En el Edificio Bachué nadie puede creer que un toro haya llegado hasta el ascensor de un edificio.
Allí funciona la Caja de Retiro de las Fuerzas Militares. El interior está completamente custodiado por una muralla de hombres y cemento. El capitán Andrés Grimaldos es aún muy joven como para tener noticias de primera mano de la historia. “¿Un toro en un ascensor?”, repite varias veces para convencerse.
Me acompaña en un recorrido por el edificio mientras balbucea para sí algunos nombres. Piensa en los empleados más antiguos. Pregunta entre el personal del aseo, “algunos llevan veinte años o más”. Ninguno conoce la historia. Nuestra última carta, la directora del archivo del edificio, dice: “Eso pasó en 1983 en el Hotel Dann en la calle 19. El toro mató a varias personas que venían en el ascensor”. “Hay que creerle”, sugiere Grimaldos. Y puede que sí. Ha trabajado en el Bachué por casi treinta años y, dicen, tiene una memoria prodigiosa.
—Es imposible que haya ocurrido acá. Para esa época esto estaba completamente cerrado. No había forma de que entrara un toro —dice el capitán.
—Quizás ocurrió en el Hotel Bacatá y la gente se confundió —pienso en voz alta.
—Sí señora, eso sí puede ser. Claro, ahí queda ese hotel.
Escribe el periodista Gonzalo Guillén en su libro Guerra es War: “En otra ocasión, un hombre salió de su apartamento en un edificio de la céntrica Avenida 19, tomó el ascensor y oprimió el botón del primer piso. Cuando la puerta automática se abrió, entró un toro de tierra caliente que había escapado de un camión y subía en contravía por entre el tráfico congestionado, y lo mató”. Guillén conoce bien la historia, pues entonces era editor del periódico La Prensa. “Nosotros tuvimos la noticia. El episodio ocurrió cerca al Edificio Sabana en la 19 con cuarta. Me acuerdo que publicamos fotos, sobre todo del edificio, pues cuando llegaron los periodistas ya se habían llevado al toro. La nota debió escribirla Alberto Ríos, que murió hace muchos años”. Al preguntarle por la fecha, Guillén responde con dudas: “Fue en el ochenta y algo”. Luego descubro que La Prensa es posterior al 87.
“Este hecho alucinante ocurrió en los años ochenta”, ratifica el periodista de El Tiempo Francisco Celis. Como Rafael Noguera, Celis tiene muy claros esos años: estaba recién llegado de Cartagena, trabajaba en Colcultura y vivía en La Perseverancia. “Te puedo decir que oí la noticia por Caracol alrededor de las 9 o 10 a.m. Venía un camión cargado de ganado por la autopista Sur y se accidentó, quizás se volcó, y una de las reses tomó camino hacia el centro de la ciudad, creo recordar que por la Avenida Boyacá. De alguna manera apareció en la calle 19, subió por ella hacia la Tercera, y en un edificio, no estoy seguro de si fue el Barichara, entró al lobby. Repentinamente se abrió el ascensor, el animal como que se sorprendió, y embistió a una persona que venía en el aparato. Lo mató”.
El padre de Zulia Malagón tiene un restaurante en la Calle 20 con carrera cuarta. “Él sí se acuerda de la historia o algo escuchó. Dice que fue en la 19, pero más abajo, como por la Caracas”. Fabiola Angulo vivió en la 19 con Tercera, en el barrio Las Aguas, hasta 1993. Ni ella ni sus padres conocen la historia más allá de los rumores.
Dicen que hace años, en Bogotá, un toro escapó de un camión, llegó al centro, entró a un edificio y mató al único hombre que bajaba en el ascensor. Dicen que la noticia ocupó páginas enteras de periódicos, que el extra fue transmitido por radio y que hubo nota especial, esa misma noche, por televisión. Dicen que fue entre semana, quizás un viernes, antes del mediodía. Dicen que el hombre embestido murió de manera instantánea. Dicen que fue hace veinte, treinta, cuarenta años. Dicen tantas cosas, todos dicen, que nos hemos convencido a fuerza de su realidad. ¿Por qué creer?
En 1998 se estrenó la célebre película The Truman Show, dirigida por Peter Weir y protagonizada por Jim Carrey. El film es la ficción de una ficción: la de la vida de Truman Burbank (Carrey), registrada ante las cámaras aún antes de nacer y perfectamente controlada por Christof, su director y creador. Solo que Truman no lo sabe. “Aunque el mundo que le rodea es, en cierto sentido, falso… no hay nada de falso en Truman. Sin guiones, sin tarjetas indicadoras. No siempre es Shakespeare, pero es genuino. Es una vida”, dice Christof en la primera escena. “Todo es cierto. Todo es real. Nada es falso. Nada de lo que aparece en este show es falso. Sólo está controlado”, replica unas líneas adelante Marlon, el supuesto mejor amigo de Truman, que en realidad es el actor Louis Coltrane.
Falso o no, genuino o no, Truman termina por descubrir la pantomima por las marcadas huellas de su cotidianidad. No se sorprende ante lo insólito, porque quizás es demasiado complejo para entenderlo; pero sí lo hace ante lo cotidiano, porque está a su alcance y le parece en exceso repetitivo. Si la vida fuera la simple sucesión de las rutinas, terminaríamos por descubrir en ella algo artificial. Lo insólito nos toca brutalmente y nos dice que estamos vivos sin que sepamos muy bien cómo. Aunque lo insólito parezca posible por una minuciosa disposición de tiempos y elementos, la verdad es que su resultado nos desencaja.
Vistos con atención, todos los hechos guardan un carácter insólito: desde encontrarnos en la calle a quien tanto pensamos antes de salir hasta que alguien acierte los números de la lotería. No puedo pedirle a Rafael Noguera que cuestione lo que vio en el noticiero ni a Francisco Celis lo que escuchó en radio ni a Gonzalo Guillén lo que él mismo publicó en el periódico. Ni siquiera podría pedirle a Ernesto Alfaro una versión más acertada de aquello que dice que vio. No hace falta. La materialidad de lo real está en lo insólito.
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NOTA FINAL
Esta crónica fue escrita entre enero y mayo de 2014, año en que ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá, que le valió su publicación en Seis historias para ser contadas (Ícono Editorial) en 2015. Sólo hasta el año pasado y por un golpe de suerte, encontré el registro noticioso del hecho en los periódicos El Tiempo y El Espectador del viernes 18 de octubre de 1985. Mientras El Espectador titulaba “Toro que llevaban al matadero escapó: mató a ciudadano e hirió a dos”, El Tiempo registraba un tímido “Estampida de 5 novillos ayer en pleno centro”. Ambas notas coinciden en los pormenores del accidente: a las 7:30 de la mañana, el camión de placas SW1012, que transportaba cinco novillos, se volcó en la Carrera 10 con calle Primera, sector conocido como La Hortúa. Las versiones se comienzan a distanciar en los trayectos. Los animales asustados “rompieron los travesaños de la carrocería y heridos emprendieron una desenfrenada carrera desperdigándose por la 10a. y Avenida Caracas, alcanzaron la calle 13, bajaron a la carrera 24 doblaron hasta llegar a la carrera 30 y uno de ellos continuó por la Avenida 19 en contravía”, dice El Tiempo. El Espectador, más escueto, sugiere: “las reses, naturalmente asustadas, salieron en estampida por la carrera 10a, subieron a la 7a, llegaron hasta la calle 19 y por esta vía bajaron hacia el sector de Paloqueamao”. “Uno de los astados penetró a un edificio de la carrera 8a., donde le infligió una cornada a un hombre que abandonaba en ese instante el ascensor, causándole la muerte”, sentencia El Espectador en la pequeñísima nota. El Tiempo no habla de víctimas y adjunta una foto del travieso novillo en una calle de Las Aguas. Eso sí, contrario a lo que dice el periódico, el toro no va en contravía.
Daniel Samper Pizano, que en el pasado me había dejado la falsa pista del Edificio Lara y que yo recibí con la confiada inocencia de Hansel y Gretel en su camino de migajas de pan, dedica a la noticia su columna del día siguiente en El Tiempo. Lo hace gracias a su tía Rita —que a este punto ya no sé si existe—. Ella, preocupadísima, pide la censura de la noticia. Samper Pizano no sólo nos deja claro que él y su tía Rita preferían tener en la mesita de noche el periódico de la competencia, sino que el evento podría “no-ser-nada” junto a los nueve muertos en asalto guerrillero. O “ser-mucho”, como creía la tía Rita, frente a la visita a Colombia del presidente François Miterrand; esa que el pobre hombre corneado ya no podría ver por televisión. Tampoco vería la toma del Palacio de Justicia, tan sólo trece días después, ni la tragedia de Armero a siete días de los hechos del palacio.
Como en una premonición, eso sí, los periódicos de ese viernes advertían de un plan para ocupar el palacio y registraban la muerte de nueve niños por un alud de tierra en Risaralda. El jueves 17 de octubre, día de los hechos, el horóscopo le pedía a Tauro no hacer compromisos, pues “una acción impulsiva podría ser peligrosa”. Más abajo la viñeta de Steve Roper muestra el ROAAAARRR de un camión a punto de accidentarse. “¡LO PUSISTE EN MARCHA, SACA EL PIE DEL ACELERADOR!”.
De retazos sigo armando mi propio camino de pistas buenas y pistas malas, migajas de pan en las que a veces hay un muerto que quisiera tener nombre y no un toro forajido que es muchos toros de verdad. Pero esa es otra historia.