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La fachada bogotana 120 – Ricaurte

A esa casa, a esa cuadra, aventuro, llegó mi mamá a Bogotá, luego de dejar el campo.

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El 26 de enero de este año comencé este ejercicio de dibujo, de disciplina, de escritura, de caminatas, de fotos, de historias, de trasnochos. Y, si quisiera, podría seguir sumando palabras a esa lista, porque así mismo creció este proyecto.

Ayer, 26 de mayo, cumplí mi primera meta: recorrer Bogotá en sus 20 localidades, junto a dos municipios (Soacha y Chía) y dibujar a diario una fachada bogotana durante cuatro meses. Hoy no solo tengo 120 fachadas, sino la idea de un libro, esta página web y muchas otras cosas que son y serán, en buena parte, gracias a ustedes.

Seguiré dibujando, seguiré trabajando en este proyecto, no solo hasta que salga el libro, sino lo que fluya.

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El día 1, tal vez sin querer, improvisé una fachada de Santa Fe, el barrio donde creció mi hermano, donde vivió mi mamá, donde aún quedan rastros de mi familia materna. Hoy culmino la primera fase de este ejercicio con la fachada 120, Ricaurte, con esa cuadra que cerraban cada diciembre para celebrar navidad, y en la que solo puedo recordar a mi madre bailando –tal vez flotando– La paloma guarumera.

Final fachada

Ahora comienza la fase de hacer realidad el libro y, de paso, de que Fredy (@milserifas) lleve a buen puerto su proyecto de crear una editorial. Ambos proyectos necesitan de su contribución y sé que entre todos lo haremos posible (ahora comienzo a entonar cánticos como Mockus).

Para cerrar este discurso premios Oscar, quiero agradecer el trabajo de toda “la empresa fachada”, de quienes me acompañaron en cada recorrido o me sugirieron lugares, bibliografía y tantas otras cosas.

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“Me conformo con que alguien sienta y su corazón lata de otro modo. […] El corazón tiene derecho a una sorpresa’’ (Juan Villoro).

 

 

 

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La fachada más difícil: retroceder, nunca rendirse jamás VI

Pablo VI fue un barrio difícil de capturar, incluso desde la fotografía, por sus edificios anchos.

Intenté dibujar este barrio, como su nombre, seis veces; e incluso el resultado final, que logré luego de un gran trasnocho, a las 4 de la madrugada, no me satisfizo del todo.

La ilustración definitiva puede engañar porque en realidad no parece tan complicada. Pero, como ven en los borradores, tuve muchos inconvenientes con el tamaño, las perspectivas, la proporción exacta de sus ventanas –cuya forma es muy característica de estos conjuntos– e, incluso, con los materiales (por entonces no usaba los rotuladores Touch, que dan un efecto acuarela, sino los Pitt de Faber Castell, que dan un trazo más burdo y cargado y que manchan con la tinta de la silueta).

Con ustedes: el proceso, la perseverancia, y el resultado final.

La_mas_dificil

05_03 Pablo VI

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Mi top 5 de lecturas del 2014

El 2014 fue un año de novedades y gratos descubrimientos. Sin mayores preámbulos –como dicen en los discursos–, aquí están mis cinco lecturas recomendadas.

La muerte del padre                                                                             

Karl Ove Knausgård (Anagrama)

 imageCuentan las reseñas que en otoño del 2009, Karl Ove Knausgård se lanzó a un proyecto literario ambicioso: escribir los seis libros de su autobiografía, conocidos como Mi Lucha. Pero decir esto de forma tan escueta no es hacerle honor al resultado. Al menos en su primera entrega, La muerte del padre, Knausgård logra hacer un relato poderoso y sutil que parece desprovisto de toda ambición.

Su primer acierto es hacer de una narración autobiográfica un relato universal. Justo en la era de los blogs y del ‘yo’ como marca regente de casi toda escritura, Knausgård logra trascender lo anecdótico. “Son mil formas de buscar sentido dentro de una vida ordinaria. Cuando hago algo, estoy haciéndolo y pensando al mismo tiempo. Simplemente quise encontrar una forma para esos dos niveles. Es completamente posible estar sentado en casa leyendo Heidegger y después ir a lavar los platos. Es el mismo mundo. Cada uno corresponde al otro. Cuando dices algo sobre la vida, hace falta, yo pienso, ambas cosas”, comenta Knausgård sobre su propio libro.  Es, además, el ejercicio de escritura más sincero que haya leído en mucho tiempo; y digo ejercicio porque el propio Knausgård lo asume como tal, con sacrificio y terror, pero sin imposturas ni ambiciones. El autor ‘se limita’ a conectar distintos momentos de su vida, especialmente de su infancia y adolescencia, en torno a la figura del padre y las contradicciones que devienen de su pérdida. De fondo, sin embargo, hay una resignación contemplativa ante la vida, muy parecida a la de los meditadores que se sientan a observar la impermanencia sin intervenir de modo alguno. 

El traductor                                                                                   

Salvador Benesdra (Eterna Cadencia)                                                                            image

Comencé a leer a Salvador Benesdra por una curiosidad macabra: antes de lanzarse al vacío por el balcón de su apartamento, Benesdra dejó escrito El camino total, “técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio”. También dejó, junto a una beca que le permitiría publicarla, su única novela: El traductor. Y eso es todo. Un libro de autoayuda inédito y una novela que vio la luz gracias a un premio que ni siquiera supo que ganó. Entendí así que tenía sentido el mito Benesdra y su larga lista de etcéteras, solo posibles en el escritor de culto de la decadencia argentina, tan evitado por las editoriales por sus escasas perspectivas de suceso comercial.

El traductor es una gran novela en muchos sentidos. Es la historia de la relación amorosa –y por eso mismo de tensión y desencuentro– entre Ricardo Zevi, un traductor casi cuarentón, y Romina, una joven adventista anorgásmica; a su vez, la de una editorial –Turba– que cede a sus principios ‘progres’ para sacrificar a sus empleados con la más sutil de las estrategias avasalladoras; es una especie de Aleph de su tiempo, con una Argentina en crisis y un mundo globalizado, sin muro de Berlín ni Unión Soviética; y, transversal a todo ello, es el compendio de soliloquios de Zevi, a veces lúcidos, a veces delirantes y perversos. Antropología, psicología, sociología, ping pong y hasta meditación zen; con eso, y mucho más, El traductor logra ser una novela sólida, hermética y, lejos de toda expectativa, muy esperanzadora.

El impostor                                                                                        

Javier Cercas (Literatura Random House)

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En 2005 estalló el caso Enric Marco, la escandalosa ficción de un octogenario que se hizo pasar por deportado y superviviente de un campo de concentración nazi, en Flossenbürg, durante la Segunda Guerra Mundial. Desenmascarado por el historiador Benito Bermejo, Enric Marco se convierte en blanco de profusas reflexiones de la opinión pública; de alguna forma, todos tienen que ver con él bajo el amparo de la indignación. Javier Cercas vuelve sobre la figura de Enric para hacer un relato real o lo que Cercas llama una novela sin ficción que, más allá de asumir la imposibilidad de escribir la verdadera historia de un mentiroso, lo usa como pretexto para revelar su propia impostura. Y, claro, con él caen aquellos que amplificaron y participaron ‘inocentemente’ de su ficción porque, la verdad sea dicha, todos somos impostores.

El impostor es una mixtura de géneros y una empresa monumental de documentación que bien nos podría hacer pensar que se trata de una gran crónica. Pero creo que hay sobradas razones para ver en ella una novela. Cercas no solo reescribe la historia de Enric Marco a partir de largas entrevistas y un riguroso trabajo de archivo y reportería detectivesca, sino que complejiza cada elemento involucrándose como personaje. El autor nos brinda así un ‘backstage’ de la obra de la que él mismo es autor y coprotagonista, al mejor estilo del Dante de La divina comedia. A través de la guía del maestro de la impostura, Enric Marco, Cercas –como Dante– hace su propia cartografía de lo más monstruosamente humano. En palabras de Cercas, “de nuestro desesperado y humillante deseo de ser a toda costa aceptados, queridos y admirados, de nuestra absoluto rechazo a reconocernos tal y como somos y de nuestra invención permanente de una vida paralela, ficticia y halagadora, capaz de volvernos soportable la vida real, de nuestro conformismo y nuestros embustes, de nuestra insaciable capacidad de decir Sí y nuestra eterna y cobarde incapacidad de decir No, de nuestra hambre feroz de ficción y nuestro doloroso imperativo de realidad, de los montones de mentiras colectivas que nos hemos contado y nos seguimos contando a diario en este país (España), del hecho incontestable de que todos representamos un papel, de que, igual que actores en un escenario, todos somos y no somos lo que somos, de que todos, de algún modo, somos Enric Marco”.

Middlesex

Jeffrey Eugenides (Anagrama)

imageEntre cada una de las tres novelas de Eugenides hay exactamente nueve años. Esto, para mí, da una idea del tipo de escritor que es: lento, metódico y técnico. Podría equivocarme, pero Middlesex me dio justo esa impresión. Eugenides deconstruye la historia de un intersexual –Cal como hombre, y Callie como mujer– y la de la saga familiar que le antecede; aunque, una vez más, este es el tema superficial. De Esmirna a Berlín, pasando por Detroit y San Francisco, Eugenides elabora una novela cuidada y compacta sobre la construcción de la identidad (sexual, cultural, de clase), sobre la genética y sus influjos, sobre la diáspora y la literatura de puerto.

Como todo, la novela tiene sus bemoles. Resulta particularmente elaborada y detallada en su primera parte, con un nivel de coherencia y erudición exclusivo de los grandes novelistas; pero es un ritmo que no se sostiene y que halla en la adolescencia de Callie y su transformación en Cal un significativo declive. Lamenté la forma como se resuelven los dilemas de la etapa final de esta búsqueda identitaria [algo en lo que el autor gasta no más de 10 páginas de 680], y que contrasta con la extensa reconstrucción de los más remotos orígenes familiares del protagonista. Pese a este reparo, no dejo de admirar la maestría técnica de Eugenides, su fuerza narrativa, su humor y la tremenda solidez de sus personajes.

Los que sueñan el sueño dorado 

Joan Didion (Literatura Mondadori)

imageEl año pasado tuve un interés particular por la narrativa periodística norteamericana, tan desconocida para mí. Los que sueñan el sueño dorado, sin embargo, es más que eso: arranca con una especie de crónica y continua con textos cortos inclasificables. Todos ellos tienen un rasgo común marcado por el estilo, el humor, la inteligencia y la capacidad de conectar las anécdotas de una escritora –a veces primeriza, a veces consagrada– con el territorio y su tiempo. Didion escribe como si le resultara fácil, aunque no deje de confesarnos lo mucho que le paraliza pasar semanas sin completar un solo párrafo; y lo hace, también, con todas sus manías, patologías y obsesiones, profundizando allí donde solo vemos un cuerpo de agua, un dolor de cabeza o una película de llaneros.

Didion, además, escribe como una mujer, aunque esta es una intuición que apenas puedo justificar.

Más reseñas en: http://30cucharaditas.tumblr.com/

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Mascotas

Cuando yo nací, Bogotá era ya una ciudad y La Candelaria el propio centro en lugar de un confín. Los adultos no podían andar más de una cuadra sin alegar que “esto era un potrero” o “aquí quedaba una laguna” y que la ciudad estaba jodida, muy jodida. Las mamás cocinaban, los papás trabajaban, los niños se gastaban la plata en maquinitas, las niñas jugaban Champusí. Las familias tenían perros, las abuelas gatos vagabundos, las tías pájaros y los vecinos educaban loros. Los perros eran casi siempre callejeros, de nombres como Trotsky, Princesa o Motas, los gatos arañaban y daban miedo, los pájaros canturreaban en las mañanas y los loros sabían decir “hijueputa”. Pero yo no tuve perros ni gatos ni pájaros ni loros. Cuando el campo ya quedaba lejos, tuve cuarenta gallinas.
Cuarenta gallinas en una casa de La Candelaria, entre el brevo y el cerezo y la hierbabuena y el romero y la enredadera y el saúco y las uchuvas y el yantén. Cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar, después del patio y junto a la casa de los gnomos porque mi casa, no se imagina, es una matrioska de ladrillo con una casa más pequeña en su interior. En la casita, que es una habitación, vivía Doña Angelita: una vieja de ojos verdes, dulce y pequeña, que tomaba changua en las mañanas en un pocillo de flores que giraba y batía antes de cada sorbo.
Cuarenta gallinas rojas, cafés, blancas, rebosantes de plumas, gordas y bulliciosas a las que yo enseñaba a leer mientras empollaban huevos doble yema. Aquí la a, aquí la c, diga kokorokó, usted por qué no hizo la tarea. Cada una tenía cuaderno, nombre, expediente. Cuarenta gallinas y cuatro patos que entraban peinados y en fila a clase y que a la hora de leer se desordenaban y revolvían la comida sin control. Entonces me transformaba en una maestra estricta, regla en mano golpeaba el tablero: a ver Josefina, qué dice acá. Vocalice, mijita, que no se le entiende nada. Reglazo. Quack quack quack quack. Reglazo. Los patos andaban en fila como bebés con piernas de alicate. Reglazo. Las gallinas miraban el tablero, miraban arriba, miraban abajo, miraban la regla, miraban los patos, miraban el brevo, miraban la casa de Doña Angelita, miraban el patio, miraban los cuadernos, miraban las letras, miraban los árboles, miraban la enredadera, miraban el tapete de llantodebebé, se miraban entre ellas, miraban a la profe. Dispersas, dispersas, dispersas, dispersas. Reglazo. Tensas, tensas, tensas, tensas. Reglazo. Quack, quack, quack, quack. Reglazo. Me subía la ira del profesorado. Reglazo. Los patos hacían charcos de agua. Reglazo.
Después de las clases algunas lograban dejar el corral para correr con esa calma zen de las gallinas que siempre parecen a punto de volar. Y volaban, digamos. Volaban como los aviones de papel que hacíamos con mi hermano: bajito, poquito y mediocre. No era un vuelo sino el aleteo torpe de la caída. ¿Y qué hacían cuarenta gallinas y cuatro patos en el solar de los León Borja, tan lejos del campo y tan cerca al Palacio de Nariño? Producir. Las gallinas ponían huevos doble yema, gigantes, deliciosos. ¿Y los patos? Comer, comer para engordar y algún día producir. Comer para algún día ser comidos. Todo un emporio avícola cuya virtud fue producir más en la cabeza de mi padre y en los anhelos de mi madre que en la realidad del solar. Ese era el rebusque planificado de un andariego capitalino -papá periodista, dos viajes a Europa- y una campesina tolimense hija de campesinos que una vez vio al diablo y a la Virgen de Chiquinquirá.
Pero los huevos se vendían, sí. En la tienda de Doña Lucía que entonces era de Doña Rosa, en el mercadito de Don Álvaro, en la carnicería de la loma. Otros se quedaban para la casa: los huevos fritos de mis desayunos, los huevos con arroz y atún de mi hermano, los huevos de la changüa de Doña Angelita, los huevos para la torta de espinacas de mamá, los huevos tibios -más bien crudos- que hacía papá. Un idilio de yemas cremosas, amarillentas, almíbares salados, y claras tostaditas, batidas, espumosas. Comimos huevos hasta que dejamos de tener gallinas y tuvimos gallinas hasta que dejaron de comprarnos huevos. Lógicas de mercado.
El día que dejamos de vender huevos mi papá vendió los patos. Porque olvidaba decir que mientras las gallinas ponían huevos para medio barrio, los patos comieron y crecieron como nadie pensaba que un pato para la venta, en la ciudad, podía crecer. Fuimos incapaces de sacrificarlos, algo los queríamos; pero el amor no es más fuerte, es el hambre. En Paloquemao comenzó el tanteo y allí se quedaron. ¿A cómo los patos? A tanto. ¿Los va a llevar? No, tengo cuatro para vender. ¿Y a cómo los vende? A tanto con tanto porque son más grandes que los que usté me vende a tanto. Mi papá encapuchó a dos, los vendió y plata en mano se encargó de cerrar el negocio llevándose a los dos restantes. No más patos en esta historia ni en el solar ni en las clases de lectura. Cuatro patos que sabían leer, la mejor educación que un pato haya podido recibir; ni siquiera el patito feo que se convirtió en cisne era capaz de leer el cuento sobre el patito feo que se convirtió en cisne. Los míos sí. Cuatro patos lectores en la plaza de Paloquemao.
Basta de lágrimas. Dejamos de extrañar a los patos con la siguiente tanda de huevos; aunque un día los huevos mismos fueron insuficientes. ¿Y ahora? ¿Vender las gallinas? Imposible. Matemos una. ¿Pero cómo? Yo le digo cómo. En la esquina de la casa se plantaba Mercedes, Merceditas, la viejita de los aguacates y los mamoncillos y las frutas malas que botaban en Paloquemao -donde algunos patos sabían leer-. Mercedes, Merceditas, campesina morena y recia, de trenzas blancas, negras, blancas con negro, saco azul y delantal. Mercedes, Merceditas, mamá de Inés, abuela de dos muchachitos. Mercedes, Merceditas, la que quería a papá por comprarle aguacates sin pedir rebaja y a mamá porque, cuando se enloquecía, le regalaba a Inés y a los niños toda nuestra ropa. Mercedes, Merceditas, la que me llamaba niña carlitas, porque la hija de Don Carlos es muy hija de su papá. Mercedes, Merceditas, no me diga niña carlitas. Como sumercé diga, niña carlitas.
Mercedes, Merceditas, sabía matar gallinas. Deje mija que yo voy el jueves y le enseño cómo es que siace. Y así fue. Mercedes, Merceditas, llegó a las cinco de la tarde, cuando el sol escaseaba en el patio y las gallinas se adormilaban. Pasó derecho por la cocina, salió al patio, entró al solar. El cuento, mija, es muy sencillo. Vusté elige gallina y la deja tomar confianza; la corretea por todo el patio y la agarra endespués con fuerza. Dígale al chino que aliste cuerda pa amarrarle muy bien las patas y con el animal dominado sumercé le tuerce el pescuezo. No me le vaya a dar pena ni se ponga vusté con cuentos, eso déle con enjundia que así le sabe más güeno. Deja la gallina muerta, le reza tres padres nuestros, alista el platón con agua, uno grande y que esté hirviendo. Busté le suelta las patas, agarra el animalejo, lo dentra en agua caliente y deja que afloje el cuero. Le va quitando las plumas, con maña y sin tanto agüero y toitico pelaito lo abre y saca los huevos. ¡Límpiele bien la sangre! ¡Desprésela poai derecho! ¿Sí ve que no tiene ciencia? ¿Vusté no se crió con eso?
Parecía echando un conjuro, una bruja en un aquelarre. Mercedes Merceditas con gorro de bruja y nariz de bruja y cucharón de bruja. Mercedes Merceditas con una escoba Mercedes Benz. Ese día mataron una y cada tanto mataban otra. Mercedes no volvió pero mamá siguió el ritual. Otras cinco, otras diez, otras quince, otras veinte. Otras y otras hasta que fueron treinta y nueve. Sancochos, ajiacos, sudados, gallinas criollas. Suculentos platos con gallinas letradas y estudiosas, que habrían podido leer de corrido “Las mil y un recetas colombianas con gallina”. Y comimos -¡vaya si comimos!- con gusto y pésame todo ese desfile de carne colegial.
Llegó el día en que sólo quedaría otra para el último ritual. Siempre jueves, a las cinco, mamá correteó la gallina y la agarró como una experta. Mi hermano la ató de las patas, ambos la aseguraron bien. Mamá le torció el pescuezo y la soltó un poco después. Entre los tres la desplumamos, la limpiamos, la rajamos. Sin más, sin dolor, por costumbre. Una parte de nosotros fue su infierno y fue su cielo. ¿A dónde van las gallinas cuando mueren? Al estómago de los comensales. Entre todos devoramos las letras, los sonidos, mi mamá me mima mucho yo amo a mi mamá. Tragarse las palabras -¿pudo ser más literal?-
Para cuando matamos la gallina cuarenta algo en nosotros había cambiado. Yo no daba más clases, jugaba sola al correo, y mamá no cocinaba tanto porque se enloquecía más seguido. Mercedes Merceditas dejó de vender a diario y mi papá compraba aguacates pidiendo alguna rebaja. Los corrales se los comió el óxido y la mugre hasta que un día la inercia no dio más y los quitamos. Volvimos a comer huevos, de una yema, cada dos días. No hubo más sancochos ni sudados. Si las gallinas vivieran, aquí leerían FIN.
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Zoom in

Microscopios para atravesar las capas de lo aparente y observar objetos diminutos. Telescopios para hacer real al ojo la vastedad del universo. Cámaras de veintenas de megapixeles para fijar en el recuerdo las cosas lejanas. Televisores en alta definición para ver hasta la más mínima gota de sudor de un jugador de fútbol. Gafas en 3D para simular que el cine también se puede tocar. Satélites para pisar calles a todo color sin nunca salir de casa. Máquinas de rayos X para rastrear el contenido de los equipajes. Ojos biónicos para las personas ciegas de nacimiento. Superhéroes para soñar con sentidos amplificados.
Desde los chinos del Siglo X que ajustaban el mundo a la incoherencia de los ojos con un par de lentes ajustados a dos aros de madera, desde Roger Bacon y los italianos y el S. XIX que corrigió el astigmatismo, desde las operaciones LASIK con cuchilla y el láser de femtosegundo, hemos cortado, pulido, inventado para acercar lo lejano y atravesar lo cercano. Hemos ampliado, ampliado y ampliado. Somos la generación zoom in.
Pero un día amplifiqué tanto el mundo que se pixeló.
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E. Efe Pe. Teeee, ooooo, zeeeeta. No alcanzo a leer más. Ahora así. Ele, pe, e, de. Peeee… eeee, ¿de? Ahora con éste. Y éste. Con este ves mejor o con el anterior. Con este. Y con este o con este. Con ese. ¿Y entre este y el primero? Con este. Muy bien, ahora pasemos a la máquina -porque también hay máquinas para que un ojo vea dentro de otro ojo-. Mira la luz. Abre bien el ojo, pon la quijada ahí abajo y pega bien la frente. Eeeeso. No cierres no cierres no cierres. Mira la luz azul. Abre bien. Mírame detrás de la oreja. Aquí, eso. Ahora aaaaquí. Muy bien.
Ven por acá pasamos a explicarte lo que pasa. Pasamos porque todos, médicos, odontólogos, optómetras, fisioterapeutas, neurólogos, psiquiatras, todos todos nos hablan desde la primera persona del plural. Se involucran. Sienten nuestros males. Zoom in, zoom in, zoom in. Y entonces sacan un modelo a escala: un ojo de cerámica que nos permite ver cómo es el ojo humano gracias a un zoom in hecho entre ciencia y artesanía.
Lo que tenemos es una miopía de menos cinco ya prácticamente estable. Pero si vemos aquí, esto es la córnea y la tenemos desviada. Si vemos acá se ve curva y en la foto que tomamos encontramos que la tenemos como un cono. ¿Nos estamos aplicando las lagrimitas? Sí señor. Es que esa forma de cono nos genera un astigmatismo no corregible con gafas. ¿Queremos gafitas o lentes? Gafas. Este enrojecimiento que tenemos es por no parpadear bien y por alergias y por el computador -y, en fin, por el mundo-. ¿Nos estamos aplicando el antiinflamatorio? Sí señor. ¿Estamos usando el computador a la altura debida? Sí señor. Esos vasitos los podemos disparar con láser y desaparecen, eso es porque no nos hemos hecho caso. Y pues como te decía, la miopía la tenemos bastante estable. Yo creería que ya nos podríamos operar. Si nos decidimos podemos ordenar unos exámenes de córnea y listo.
Operarnos. Operarme. Ver bien. Todo el tiempo. Ver la nitidez de las grietas en el techo todos los días al abrir los ojos y los detalles de la lámpara que mi abuelo ganó en una partida de ajedrez cada vez que tenga insomnio y las diferentes caras de la gente por la calle, las de ojos salidos, las de ojos hundidos, las redondas, las mofletudas, las delgadas, las ovaladas, las de narices chatas, las de narices con las que se podría hacer un remake de Tiburón, y los dientes blancos de la gente linda y los dientes chuecos de la gente del mundo y los amarillos de los que toman tinto y el bling bling de Madonna en el televisor y el televisor brillante a todo color y los subtítulos de las películas y los números de las sillas en el cine cuando ya han empezado los cortos y el piso y las escaleras y las rutas de Transmilenio y los letreros de los buses y los taxis que van libres y los taxis que van ocupados y los carros que vienen a un metro, a diez metros, a dos cuadras, y la gente conocida que hace cara de tons qué y la gente desconocida que parece familiar y la gente que es amiga de un primo del exnovio de una tía del hermano de un sobrino de una amiga del colegio de A y a este que lo he visto en Twitter y a aquella que vi en un concierto y los conciertos desde el gallinero, el palco, la platea, y la gente de bien, la gente divinamente, y los agentes del mal -que a veces son la misma gente de bien- y la comida y los colores de la comida y los detalles de la comida y no confundir una oliva picada con un pepino picado y el menú y los letreros y el precio de las cosas y la propia cara en el espejo y las pecas y el broche de los zapatos y el detalle de los vestidos y el mundo más pequeño, más lejano,  y ver las letras pequeñitas del computador cada vez que escriba, y la hoja en blanco cada vez más blanca y brillante, y la velocidad de la barrita que titila y titila, esperando a que uno escriba, cada vez más lenta.
Volver a la nitidez del mundo que se me negó a los ocho años cuando perdía las evaluaciones de matemáticas porque aquello no era una suma sino una división y el tablero era blanco y acrílico y reflejaba el bombillo de las clases de siete de la mañana. Ver bien después de aquella promesa vacía de tener que usar gafas durante la infancia y la adolescencia temprana porque si usamos las gafitas a los dieciséis ya no las vamos a tener que usar. Nos habremos curado como el ciego de Jericó. Pero no nos curamos. Nunca ocurrió el milagro favorito de las novelas mexicanas -doctor, puedo ver, Virgencita de Guadalupe, puedo ver a mi niño-. Y como desde los catorce advertía el engaño, fui dejando de a pocos el artilugio de los chinos del siglo X.
¿Por qué las dejé? Porque el ojo es un músculo que se entrena sin usar las gafas. Porque me caía por ahí y quebraba las gafas cada dos meses. Porque con ellas no podía practicar capoeira -y sin ellas tampoco-. Por vanidad. Porque me crecían unas ojeras tremendas que descubría en las fotos 3×4 fondo blanco. Porque no volví a ver televisión. Porque dejé de tomar apuntes en las clases. Porque no me gustaba encontrarme a la gente. Por timidez. Porque de tanto dar zoom in a la fuerza el mundo se pixeló.
Hubo también, no lo niego, algo de riesgo. El mismo que nos encanta en forma de viento frío dando sobre la cara cuando vamos en una moto a toda velocidad, cuando cruzamos la calle sin fijarnos si viene un carro o, en fin, cuando hacemos algo por euforia a pesar del miedo. Soporté tomar el bus equivocado hasta llegar a zonas desconocidas porque aún consciente de mi error la pena no me dejaba bajarme. Me acerqué a las mesas de las personas equivocadas siempre con cara  de sé quién eres, sé que me esperas, te reconozco. Pedí en los cafés bebidas cuyo precio no alcanzaba a ver -ni a pagar-. Anduve por ahí, como el tango, a media luz.
¿Y cómo es que, pese a esto, me obstiné en abandonar una parte del universo de posibilidades de la generación zoom in? Porque ver borroso es también una forma de extrañar el mundo.
A menudo uso las gafas sólo en casa, cuando estoy frente al computador o cuando cocino: el remanente humano evolutivo de la necesidad de ver lo que se hace. Pero al salir vuelve todo a la normalidad. Los conocidos son conocidos porque reconozco la gama de colores a lo lejos y su forma de caminar. Los buses sirven o no según los colores. Las calles me gustan o no según los contornos. Miro los rostros de frente y sin pudor porque siento que en realidad no los veo. La posibilidad de ver bien todo el tiempo me asusta.
Las noches desde aquí son un cuadro oscuro cubierto de una luz amarillenta que parece humo. Desde hace tiempo el autobús llega al Auditorium pasando por los puentes de la Calle 26. El Auditorium de Roma y la Calle 26 de Bogotá. Los puentes no tienen nada del otro mundo: no son el hoyo negro ni la promesa cuántica de viajar en el tiempo espacio. Son los puentes de Ponte Fiume en Roma que sin gafas se transforman en la versión impresionista de los puentes de la Calle 26. También veo gente que se parece a otra que en realidad no se parece en nada. Veo sensaciones; impresiones que las cosas que conozco van dejando en mí. A veces para extrañar es necesario alejarse. A veces para enfocar hay que dar zoom out.

 

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Qué es Fachadas bogotanas para…

Para el dueño del letrero: mi papá

por Carlos León (@casadeherrero_)

Fachadas bogotanas es un libro que llega con el dibujo y la pluma a la realidad sin maquillajes de nuestros hogares. También es un proyecto que será una realidad  gracias al afecto, comprensión y aporte de aquellos que vivimos en esas fachadas, que siguen siendo puntos de referencia, queramos o no, de la niñez, de una parte de nuestras vidas en ellas, de las evocaciones de diversa índole.

No paso desapercibido en este comentario el apoyo de los tuiteros que siguen acompañando a cucharitadepalo, porque “en casa de herrero” el agradecimiento no es de azadón de palo, sino de afecto y reconocimiento a los diversos gestores que hicieron realidad, y no una utopía, un bonito proyecto. Las cosas no valen por el tiempo que duran sino por las huellas que dejan. Gracias.

Para la gata artista

Por Malena

Aiefieh i hufwehfuhewu uiefhewgfubcccbbuiuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu ifehfuewf ueifuefuewfuewbvuufe hfeifhwehfiehilehfhufezzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz uehfuehfuehfuhef hfeifhuewhfu ewhuifewhlfu hui fhuewhfuiewhufihhuhhuhhuhhuhhuhuhuhuhuuhuhuh miauuu.

Para el editor y líder espiritual de la empresa fachada

por Fredy Ordóñez (@milserifas)

Fachadas bogotanas es la oportunidad de recorrer Bogotá con otros ojos, de vivirla con otros recuerdos. Es un punto de encuentro, el lugar al que podemos acudir después de un desastre para encontrarnos y reconocernos.

Es la oportunidad de reconciliarse con  esta ciudad, tan multitudinariamente abandonada por sus habitantes.

Es el privilegio de ser testigo del inicio de un proyecto, y tener el placer de verlo expandirse, acaso como la ciudad, y tocar la puerta del corazón de muchas personas.

Es, también, el resultado de descubrir que entre Liz y yo tenemos impresiones similares sobre infinidad de asuntos, y que, aun en los casos en que lo que pensamos o sentimos dista, esta distancia nunca es insalvable, y somos capaces de comprender el punto de vista del otro. Así, este proyecto es también un cruce de caminos, donde es posible descifrarnos mejor, apoyarnos en lo que nos gusta, entendernos cada vez más.

Para el diseñador samurai 

por Juan Pablo Salamanca (@imagologo)

Fachadas bogotanas es el resultado de un trabajo paciente y detallado que nos devuelve la mirada sobre una ciudad de ensoñaciones y recuerdos. Nos presenta una carga de ilustraciones que cuentan muchas historias en diferentes tiempos y desde diversos lugares.

Recorrer la ciudad, acompañando a ratos el ritmo taciturno de Lizeth en esta tarea, detenerse en las formas, en las anécdotas, en las razones y sinsentidos del habitar bogotano, ha marcado de manera reciente mi idea de ciudad. Es algo que realmente vale la pena hacer, pues he vuelto a muchos espacios de mi adentro que andaban un poco olvidados. Tuve la oportunidad de regresar a mi casa de infancia, que no visitaba hacía más de 35 años, y lo que encontré me dejó sin palabras. Para eso son las imágenes de fachadas, creo que pueden decir todas aquellas cosas que veníamos olvidando y curan muchos de los males que aquejan la mirada contemporánea.

Para el paciente realizador audiovisual

por Juan David Ortiz (@elcuentador)

Para mí Fachadas bogotanas es retratar y hacer memoria de Bogotá para bogotanos, es leer la ciudad a través del tiempo y escuchar sus historias, es evocar olores, sonidos e imágenes. Fachadas bogotanas es liberarse y amar a Bogotá de una forma productiva. También es comer rico, conocer gente y darle un merecido espacio personal a mi vocación.

Para un amigo interesado

por Mauricio Barrantes (@mauriciobch)

Fachadas bogotanas ha sido la oportunidad de reconocer desde lo visual el espacio en el que vivimos y que muchas veces pasa desapercibido. Además, como es una idea de una persona tan cercana, me sirve de inspiración para creer en que lo que se hace con pasión y desde adentro tiene resultados que dejan huellas en los demás. Aunque, claro, tampoco olvido que es un recurso potencial para aprovechar la fama ajena de cucharita y sacar provecho de estos 10 años a su lado. Quien quita que su talento nos llene de gracia, trabajo y dinero a sus más cercanos amigos.

Para un boricua bestial

por Christian Ibarra (@Ibarrismos)

Fachadas bogotanas es la forma en que una mujer pequeñita y de ojos muy grandes –muy miopes– halló su lugar en el mundo, a saber: Bogotá. Inquieta su proyecto porque nadie que asista a sus fachadas logra salir ileso. Imposible observar sus dibujos, la belleza que acontece en ellos, sin la tentación de mudarse a la página. Y a su promesa abierta de casas, balcones y callejuelas empinadas. Otra ciudad que sin embargo es o ha sido la de todos.

Importa poco no ser bogotano, como es mi caso. Pero importa, aventuro, muchísimo ser bogotano. Puede que en esa naturaleza anfibia la infancia despierte de su sueño. Y algo sobreviva gracias al trazo de la dibujante. Una bofetada que arremete con una delicadeza extraña y difícil. Se trata, en todo caso, de un proyecto que propone una manera distinta del latir. Ya lo dijo Villoro: «El corazón tiene derecho a una sorpresa».

Para un troll

por eltroll9517

Fachadas bogotanas es una pérdida de tiempo y un engaño de esa tal cucharita para llamar la atención y enriquecerse. La vdd qué proyecto tan IDIOTA y QUÉ SPAM TAN JARTO. Además la vieja ni siquiera sabe dibujar, todo le queda chueco. De vdd qué falta de respeto con los que de vdd se dedican a eso. Olvídese de que le voy a comprar su libro, ¡VIEJA DESOCUPADA CASTROCHAVISTA!

 

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Papá

Por años la ciencia ha querido intervenir el incierto futuro. Hoy no sólo es posible saber el sexo ganador en una carrera de espermatozoides, sino prever el color de sus ojos y las enfermedades que ha de padecer. Armados con las técnicas de la razón procuraremos modificar el entorno social lo suficiente para que el misterioso lenguaje genético se manifieste de la manera más armónica. La selección natural llevada a su perfección en búsqueda de un hijo para cada padre sin que logremos entender lo que no tiene elección: la asignación de un padre para cada hijo. Descubrimos, entonces, algo afortunado en lo azaroso. Algunos lo llamarán un regalo de los astros, la genética o la voluntad de Dios: formas de decirnos que quizás no estamos solos y que, en cualquier caso, alguien decide por nosotros.
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FAQ

Todo lo que siempre quisiste saber sobre Fachadas bogotanas y que Discovery Channel nunca te quiso mostrar.

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¿De dónde surgió la idea de dibujar fachadas bogotanas?

Fue sugerencia de mi amigo Fredy, creador de Ediciones Milserifas, la editorial oficial del libro. Para más detalles, te recomendamos visitar el video oficial de la plataforma de crowdfunding.

¿Qué materiales usas para dibujar una fachada bogotana?

La mayoría de mis útiles son traídos desde Japón por enanos filipinos a través de rutas milenarias. Para trazar las siluetas uso el famoso bolígrafo Pilot 0.4, tinta gel, punta de aguja [que debo siempre pedir a mis redes de contacto mercantil en el extranjero, porque ni siquiera piensan en nosotros en Japón pon]; y para los colores uso rotuladores Touch y Copic acuarelables [están hechos a base de alcohol, doble punta-doble color, y una de ellas funciona tal cual como un pincel con acuarela]. A veces mezclo cosas y uso algunos Sharpie y rotuladores Pitt Faber Castell, aunque lo hago con mesura por lo cargado de su trazo. La libreta es una producción de Ricardo Corazón de Papel, de 17×12, en papel Capuccino de 70 g.

Kit

¿Cómo es el proceso de elaboración de una fachada bogotana? ¿Dibujas en el sitio?

Las condiciones climáticas y de seguridad en Bogotá me impiden, lamentablemente, dibujar en el sitio. Visito los barrios, la mayoría de las veces acompañada por alguien de la zona. Allí hago largas caminatas y tomo fotografías, desde el celular, de las fachadas que más me interesan. Dadas las limitaciones de la cámara del teléfono, a veces puedo tomar fachadas muy grandes en tres o más fotografías distintas, que después ensamblo en el dibujo. Terminada mi cazería, me voy a cualquier café, panadería o tienda a dibujar alguna de las fachadas capturadas. El proceso en general es muy itinerante, aunque a veces dibujo en mi casa. Cuando eso ocurre me apoyo en algunas imágenes de Google Maps que complementan las que ya tomo en términos de perspectivas o detalles que el celular no logra captar. Eso sí, nunca dibujo un sitio que no haya visitado.

¿Cómo eliges una fachada?

Los criterios son muy diversos. Me interesa, sobre todo, que sean fachadas domésticas y no tan emblemáticas. He hecho un par muy conocidas, aunque más como ejercicio. Puedo seleccionar una fachada porque resulta representativa para el estilo del sector, por sus colores y formas, porque es rara, porque tiene alguna particularidad o, incluso, por su historia y lo que significa para quienes me acompañan en los recorridos.

¿Cuánto te demoras haciendo una fachada?

En promedio, hora y media, dos horas. Sin embargo, depende mucho de la fachada. Hice algunos ejercicios de fachadas exprés en no más de 15-20 minutos y pasé noches en vela repitiendo una y otra vez fachadas que me resultaban complicadas.

¿Cuál ha sido la fachada más difícil de hacer?

Parecerá rarísimo, pero ya no quiero recordar todas las veces que repetí la de Pablo VI sin que lograra quedar del todo satisfecha. Para más detalles de este proceso, te invitamos a leer “La fachada más difícil: retroceder, nunca rendirse jamás VI”.

05_03 Pablo VI

¿Qué cosas raras te han ocurrido visitando los sitios?

En general, nada que temer. Me sacaron un par de veces de algunas zonas por tomar fotos. En el hospital San Carlos, por el Country Sur, me retuvieron un tiempo junto a Santiago Reyes, mi acompañante, por las fotos; en el barrio El Morisco, al que fui con Andrés Correa, nos siguió un señor en bicicleta y nos detuvo para preguntarnos al detalle y con desconfianza por lo mismo; y así en muchos otros sitios. No he tenido mayores inconvenientes de seguridad y, por el contrario, me he encontrado en general con gente amable y que me cuenta historias.

¿Cómo eliges los barrios que visitas?

Al igual que con las fachadas, los criterios son muy diversos. Mi meta clara fue visitar las 20 localidades de Bogotá más dos municipios [Soacha y Chía]. Con esa idea, visité barrios según las ofertas de recorridos que me hacía la gente a través de Twitter y ya luego fui priorizando y gestionando esas visitas según el tamaño de las localidades y qué tanto había visitado y dibujado de la zona.

¿Hasta cuándo piensas seguir dibujando fachadas bogotanas?

Mi meta inicial para el libro fue dibujar a diario por cuatro meses, del 26 de enero al 26 de mayo. Pese a que ya cumplí esa fase, quiero seguir con la rutina hasta que salga a la luz el libro, aunque las ilustraciones de esta nueva fase ya no clasifiquen para él.

¿Puedo sugerir alguna fachada?

Por supuesto. En esta segunda fase me interesa darles gusto y dibujar las fachadas que me vayan proponiendo. Basta que me envíen una foto con una buena toma de la fachada y que procuren indicarme la dirección del lugar para, en lo posible, visitar la zona.

¿Es verdad que quien dibuja las fachadas es Malena, tu gata?

Así es. Por eso, esto es una empresa fachada.

Pintora